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domingo, 31 de enero de 2010

Novela- Capítulo 2 - Extraños en la noche de Iemanjá- Araceli Otamendi





Capítulo 2- Extraños en la noche de Iemanjá


              Excepto por las túnicas de batik y las calzas rayadas que usaba para ir a la playa, Rosa Té Andrade era una mujer que físicamente no se destacaba en nada. La madre de Rosa Té le había exigido que estudiara dos carreras universitarias y Rosa Té la había complacido y se había atiborrado de libros desde chica. Rosa Té no había conocido tantos novios como las demás compañeras de escuela, en cambio su madre había cambiado de marido y de amante tantas veces como había querido.
              Ahora, mientras las velas de las ofrendas a Iemanjá se apagaban afuera, Rosa Té intentaba dormir. Tenía mucho sueño pero no quería abandonarse a él. Algo temería. Se incorporaba en la cama y su mirada se detenía en los tres vestidos blancos comprados a Iré, la mujer de un pescador de la playa. Iré viajaba cada quince días a San Salvador de Bahía y traía vestidos y telas blancas con puntillas para vender.
              Rosa Té había corrido las cortinas blancas y las había vuelto a abrir. Por la ventana se veía un pedazo de noche oscura y nublada.
               Apenas se escuchaban escasos sonidos, el murmullo ahogado que se instalaba junto a la oscuridad y no cesaba hasta que los primeros haces de luz empujan la noche hasta dejarla convertida en un despojo.
               Cuando Ernesto Ludwig golpeó la puerta, Rosa Té saltó de la cama y se quedó escuchando con la oreja apoyada en la madera.
               
                - Soy Ludwig, el conductor del jeep, por favor ábrame.
                Rosa Té abrió la puerta, el mínimo indispensable para cerciorarse de quién era y lo reconoció. Se quedó mirando a Ludwig como si fuera sagrado. No esperaba que un hombre la fuera a visitar y menos a esa hora.

                 - Estaba dormida - aclaró Rosa Té y después preguntó: -¿Pasa algo?
                 - ¿Puedo pasar? - dijo Ludwig
                 - Está bien - contestó la psicoanalista
                 
                 Ludwig entró a la casa y mirando a Rosa Té  dijo:

                 - Lila, su amiga, me dijo que usted quería ir en mi jeep al pueblo.
                 - Lila no es mi amiga - aclaró la psicoanalista.
                 - Lila, su amiga - insistió Ludwig - me dijo que usted quería ir en mi jeep al pueblo.
                  - Lila, Lila no es mi amiga - aclaró nuevamente Rosa Té. - Además quería ir al pueblo temprano.¿No le dije que estaba durmiendo?

                   - Entonces me voy - dijo Ludwig
                   - Ahora que está, quédese - dijo la psicoanalista e invitó a Ludwig a sentarse.

                     Ludwig entró a un comedor chico separado de la cocina por una cortina de tiras de plástico multicolor y se sentó en un sillón mientras observaba el lugar.
Un sillón trapezoidal de plástico y almohadones de colores, collares de vértebras de tiburón colgaban de las paredes sin ningún equilibrio. Ludwig miraba ahora sus pantalones como siempre arrugados. Desde que trabajaba como conductor del jeep en esa playa jamás se había planchado la ropa. Se cambiaba cuando tenía ganas o cuando se duchaba. Y eso no ocurría todos los días.
                    Rosa Té fue hasta la cocina y Ludwig aprovechó para escudriñar una pila de libros. Uno tenía un señalador y Ludwig lo abrió y leyó la página marcada: El caso del hombre de los lobos, era el título y el autor era Sigmund Freud. Ludwig leyó algunas líneas, le parecía tan interesante como esas historias de Rad Bradbury que Mónica, su ex mujer leía siempre en voz alta cuando estaban casados. Este pensamiento lo alegró y escuchó entonces la voz de Rosa Té:

                   - ¿De qué se ríe señor Ludwig? Todos mis libros son de psicoanálisis y el psicoanálisis es algo muy serio. - A ver, permítame - dijo Rosa Té mientras le arrancaba a Ludwig el libro de las manos. Después sostuvo el libro bajo un brazo mientras le entregaba un vaso de caipirinha al detective.

                   Rosa Té también tenía un vaso de caipirinha en la mano.

                   - Creí que era ciencia ficción, me gustan esas historias - aclaró Ludwig. Pensaba seguir hablando pero se detuvo ante la expresión de furia contenida de Rosa Té. Le parecía un torito blanco a punto de embestirlo. Decidió cambiar de tema y enfocó su atención hacia los vestidos blancos colgados en la pared.

                    - ¿Todos los vestidos son suyos?- preguntó.

                     Rosa Té había cambiado la expresión, ahora no se sabía si estaba más furiosa que antes, tal vez disfrazaba sus sentimientos porque dijo con voz falsa y tono dulzón:

                     - Los compré para el cumpleaños de mi mamá. Ella cumple ochenta años y soy la encargada, como hija mayor, de festejárselos. La psicoanalista bebió de un trago el resto de la caipirinha y su expresión airada se manifestó en ese momento. Parecía resignada. Seguramente no conocía la frase de Antonio Muñoz Molina:
"aunque no seamos responsables de los primeros círculos de nuestro infierno somos los responsables de la arquitectura final".
                      - Mi mamá cumple ochenta años y el día de la fiesta mis hermanos, mis sobrinos y yo tenemos que representar una comedia - dijo Rosa Té.

                      Ludwig abrió los ojos e hizo un gesto invitando a la psicoanalista a continuar. Pero ahora Rosa Té hablaba con voz cansada, como si la envidia que siempre le había tenido a su madre por ser ella misma y por vivir según como le diera la gana hubiera cedido bajo el peso de su sometimiento.

                       - Desde que mamá se divorció de mi papá, se quitó siempre veinte años, ha falsificado los documentos y con mi complicidad y la de toda la familia representaremos la comedia ante su amante, cuarenta y cinco años menor.

Rosa Té bebió un enorme trago de caipirinha y tal vez para acompañarla Ludwig hizo lo mismo. Ludwig se quedó pensativo durante algunos segundos. Pensó en sus tías de Villa Ballester tan poco afectas a lo mundano, excepto aquélla, esa tía tan cómplice de sus amores, de sus juegos. Tan cómplice había sido, que había obtenido su aprobación para cubrir sus aventuras con el soborno de un beso en la boca.
¿Cómo sería la madre de Rosa Té?- se preguntó Ludwig. Entonces recordó la frase "por sus frutos los conocereis". Rosa Té era el fruto, quizá uno de los frutos de esa mujer que ahora lo intrigaba, pero lo que contaba de la madre le parecía inverosímil. Aunque no, le había ocurrido en varias oportunidades que señoras bastante mayores se le insinuaran. También Rosa Té intentaba atraer su atención. Le parecía una mujer agria y tan poco vital y se veía tan pálida como la mariposa nocturna pegaba ahora a la superficie del vidrio de la ventana. ¿Las mariposas viven un día? ¿Cuántos días de su vida había vivido realmente Rosa Té? ¿Y él? ¿A qué le llamaba vivir ella? ¿A qué le llamaba vivir él? ¿La intensidad fijaba los límites de la vida-vida? Hacía tiempo que la idea de que estar vivo era ser él mismo le daba vueltas en la cabeza. Pensar, amar, inventar, crear, cada día conlleva su propia invención. ¿Y a él? ¿quién lo había inventado?
El detective se acercó hasta el insecto y lo tomó de un ala. Un polvillo brillante y plateado impregnó los dedos índice y pulgar de Ludwig. Unos segundos después el insecto volaba dentro de la habitación. Ludwig se acercó a la ventana. Se veían algunas siluetas vestidas de blanco caminando por la playa. También en la arena quedaban algunas velas encendidas iluminando el azul negro de la oscuridad y se escuchaban algunos mantras:

           "E com seu barco
           que elas vao navegar
           vou pedir a Mae Iemanjá
           e ao povo d´agua
           para navegar"

Ludwig y Rosa Té ya habían bebido dos caipirinhas y escuchaban las voces más límpidas y veían los colores más nítidos. Ludwig había puesto cara de duda o de ignorancia o una mezcla de ambas que siempre le había dado resultados cuando no quería hablar demasiado.

          -  ¿Su madre está enferma? - preguntó el detective interrumpiendo el silencio que hasta ese momento le parecía tan quieto y blanco como las paredes.
         -    No, ella está sana como un ángel - dijo la psicoanalista.

Ludwig miró a Rosa Té, pensaba que nada era real excepto el azar y era el azar quien había organizado que él estuviera ahí, en ese momento.
Después Ludwig dijo:

        - En realidad estoy aquí porque Lila me dijo que usted quería ir en el jeep al pueblo.
        - Puede ser que lo haya dicho cuando tuve ganas, pero ahora no, estoy cansada y quisiera dormir. Se sentía tan muerta como un clavo oxidado y preguntó:

         - ¿Cómo está Lila?

Ludwig tomó un cuaderno que estaba sobre el sofá con un gesto casi automático y mientras miraba sus ojos dijo:

         - Supongo que bien. Y preguntó: -¿Cuánto hace que conoce a Lila?

         La psicoanalista le arrebató de las manos el cuaderno con apuntes sobre sus pacientes y dijo con voz estridente:

         - Esto no le incumbe señor Ludwig. Pronunció Ludwig haciendo hincapié en cada una de las letras como si las mordiera. - Podría contestarle que hace mucho que conozco a Lila, o tal vez poco, depende.
         -¿Depende de qué? - insistió Ludwig.
         - Los veranos son cortos. Uno conoce gente pero en realidad no la conoce si no la trata durante todo el año. Yo puedo compartir con alguien el verano pero durante el invierno no lo veo y lo vuelvo a ver el verano siguiente. Entonces no sé si realmente conozco o no a esa persona. Creo en lo que  decía Bernard Shaw, el único que lo conocía era su sastre porque tomaba sus medidas cada año.
          Ludwig miró a Rosa Té e hizo un gesto que podía significar cualquier cosa. La psicoanalista interpretó que él tenía sueño y dijo:
          - Tengo sueño señor Ludwig y usted también. Enseguida agregó: - ¿Vendrá a la fiesta de mi madre?
          - Depende - dijo el detective. El también jugaría con esas respuestas.
          -¿De qué?
          - De ciertas cosas.
          - ¿Qué cosas?
          - Necesito saber algo. Usted debe saber algo, habrá escuchado comentarios...
          - ¿Qué clase de comentarios?
          - Hace unos días apareció un hombre ahogado en esta playa.
          - ¿Es policía? ¿Usted es policía? - preguntó Rosa Té con inquietud.
          - ¿Por qué se le ocurre algo así?
          - Por las preguntas, por la cara, debí imaginármelo.
          - Tal vez se equivoque, ¿y si fuera un delincuente?
          - No estaría aquí, los delincuentes temen a los psicólogos, son psicópatas, señor                     Ludwig.
           -¿Y los policías no?

           Rosa Té no le contestó. Prefirió seguir hablando de los preparativos de la fiesta de su madre. Rosa Té volvió a decir que dentro de dos días su madre cumpliría ochenta años y le festejarían el cumpleaños número sesenta. El hijo de Rosa Té pronto se recibiría de médico y sus sobrinos eran adolescentes. Por lo tanto deberían inventar otro parentesco delante del amante de doña Leonor Martínez de Andrade.

          Ludwig interrumpió entonces a la psicoanalista:

          - Usted me está invitando a una fiesta que no tiene ganas de organizar. ¿Por qué lo hace?
          - Casi todas las fiestas han sido iguales para mí, han girado alrededor de mi madre, de sus maridos y de sus amantes.
          El detective miró a Rosa Té con aire divertido mientras pensaba que a él le hubiera gustado tener una madre así, tan humana. Casi como una de sus tías, aquélla, la del beso en la boca. Con un gesto invitó a la psicoanalista a seguir hablando.
          Rosa Té se despachó entonces con un montón de frases que le hubiran valido en BuenosAires varias sesiones con su analista.
           - Estoy harta - dijo. - Estoy harta de que ella se gaste en hombres la fortuna que mi padre nos dejó a mi hermana y a mí, ella es una adicta a los hombres señor Ludwig.
            - ¿Le parece mal?
            Rosa Té recompuso su imagen y como si estuviera frente a un espejo, dijo:

            - Soy exitosa, soy una persona muy exitosa.

            Ludwig pensó que esta mujer se odiaba a sí misma. Rosa Té siguió hablando de su carrera como psicoanalista, dijo que le había llevado quince años de estudio y de sacrificios. Le había restado a la vida para estudiar, el estudio era su vida y su vida ¿qué era? La psicoanalista lagrimeó. Ludwig la miraba sin decir nada. Ignoraba que Rosa Té hacía lo mismo en Buenos Aires cuando las sesiones con el psicoanalista no le alcanzaban y entonces recurría a cualquiera, al que estuviera más cerca: el florista, el ferretero, el paseador de perros que en la gran ciudad abundan, y todos podían escuchar sus problemas. Pero ella sabía que los vínculos más fuertes eran con su psicoanalista y con John, su perro. El amor humano, el amor con una pareja se había esfumado en su vida y jamás había vuelto, jamás volvería, había pensado.
   
 (c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

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