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sábado, 9 de enero de 2016

cuento: Con la red

(Buenos Aires)

El cuento Con la red que escribí en los años ´80, fue publicado en:

Suplemento La Palabra, diario La Opinión de Rafaela, Provincia de Santa Fe - en su edición gráfica y en la web -, en la revista Literatura del mañana (Barcelona, España) y en la revista Litoral-e (México). Con mi agradecimiento a los editores de estos medios, publico aquí además del cuento la introducción que se publicó en Literatura del mañana:

 

Con la red


Introducción

 



Les presentamos el cuento "Con la red", de nuestra autora y colaboradora argentina, la escritora Araceli Otamendi. Este relato fue publicado en el Suplemento literario La Palabra, del diario La Opinión, de la Provincia de Santa Fe, hace ya algunos años, y representa -al menos para nosotros- uno de los mejores cuentos que nos han remitido a esta edición hasta la fecha.
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En él, Otamendi, describe de forma portentosa, amena, rápida y sin rodeos expresivos de difícil entendimiento, aquello que los renacentistas admitieron otrora como el "beatus ille", el paraíso ideal donde el artista crea, exiliado del mundo terrenal, creando su cosmos perfecto. Sin embargo, ello no es posible en el cáotico y enjundioso mundo en que vive la protagonista. Un entorno exasperante que destruye toda posibilidad de recreación idílica, creando un impulso intermitente de ansiedad y ritmo frenético que tan solo tiene acceso vedado en el cerebro del personaje. Allí existe aún la calma, pero es inquieta, y dibuja una tenue sonrisa que, poco a poco no tardará en desaparecer.


 
Con la red




"Algunos tienen en la vida un gran sueño y no logran sostenerlo. Otros no tienen en la vida ningún sueño, y tampoco logran sostenerlo" Fernando Pessoa

Buenos Aires, 1986


Las once. Esta es mi hora. Es la hora que me gusta de la noche, que me atrae, que me atrapa. Ahora es la hora de escribir. El tren. Se llamará el tren. El teléfono ha dejado de sonar. Por suerte. El sonido es furioso, incesante, perturbador, insistente. No he querido atenderlo. No quiero saber por qué intentan hablar. O mejor sí, creo saberlo. Hablar a esta hora en que escribo, no, no quiero hablar. De noche, en esta ciudad maldita y amada, atrayente y perturbadora el silencio se hace de golpe. Cae una red suspendida del espacio y lo atrapa todo, el silencio es un come-ruidos-¡Qué palabra!- los devora, los tritura en su inmenso estómago, los deglute y es aprisionador. Los aprisiona y se lo agradezco porque gracias a él puedo escribir en mi computadora. ¿La realidad copia a la ficción? ¿La ficción copia a la realidad? ¿Qué sucede cuando las imágenes de los sueños parecen penetrar en lo real? ¿Se apoderan de ella? ¿Existe un espacio secreto entre la realidad y el sueño? ¿Hay en cada uno de nosotros un lugar para ese espacio? Ahora voy en un tren, inexplicablemente estoy ahí, pero lo acepto. Algunos hombres disfrazados, desfiguradas sus caras como máscaras viajan colgados de los estribos del último vagón. Afuera las hojas ocres, doradas y tenuemente rojas viajan en dirección contraria. Alguien, una voz secreta me dice al oido: tu punto de destino es Schumann. No conozco ninguna ciudad con ese nombre pero sí un compositor. Escuchá música clásica, clásica, clásica. En mis oídos resuenan esas palabras repetidas en la infancia. Un recuerdo infantil, lo desecho. Beethoven me parecía triste, odiaba su música, por suerte llegaron los Beatles. ¿Si mi destino fuera llegar a Schumann? ¿Qué quiere decir? El también se obsesionó con la literatura.

Si pudiera escribir de manera tan simple como los cálculos y fórmulas matemáticas donde apenas con algunos signos se puede expresar que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos en el triángulo rectángulo sin decir todo esto, me acercaría a un estado parecido a la felicidad. Pero no, estoy llena de palabras, de significantes que desbordan a veces sin poder atraparlos. Palabras que hay que atrapar como esas pelotitas que saltan enloquecidas en un juego de parque de diversiones, a las que hay que atrapar con una red, a ver quién atrapa más, la gente aprieta los labios y trata de mantener firme el pulso, a ver quién atrapa más y el que gana es que logra reunir más cantidad. Yo quisiera ensartar la menor cantidad y así expresarlo todo.
Viajar en auto puede ser peligroso. No hay nada tan inofensivo como andar en auto por las calles del centro. Andar por andar sin ningún motivo especial. Vulgarmente se llama dar una vuelta. La tarde está pintada de gris. La ciudad se ha vuelto una paleta de grises, no tiene luces, no tiene brillo. Tres hombres vestidos con traje y corbata nos detienen. Estoy con mi novio. Los tres nos miran serios, inexpresivos. Una extraña inquietud se apodera de mí. No hay motivos para detenerlos, dicen. Tampoco hay motivos para dejarlos circular.

¿Cuáles son los motivos? Pienso en ese momento. Y enseguida arguyo: soy una buena mujer, no he matado a nadie, no he traicionado, no he robado. Soy una buena esposa, una buena madre, una buena amiga. Fuí una buena empleada, una buena estudiante. ¿Por qué me detienen? Soy una buena ciudadana. ¿No se da cuenta? Usted es sólo eso, me dicen. Una transeúnte. Y no hay motivos para andar por acá. ¿Comprende? En realidad no, no entiendo nada. Dejen el auto con las puertas abiertas y váyanse. Lo dejamos ahí, los tres hombres suben al auto. Ni siquiera miramos hacia atrás, como Lot, sin el miedo a convertirme o a convertir a nadie en una estatua de sal. Nos alejamos rápido del lugar. Aparecemos en Florida y Rivadavia. Se hizo de noche. Apenas hay algunas luces prendidas. No nos importa dejar nada atrás. Todo queda como detenido en el tiempo. Los hombres se van en el auto. Escuchamos el ruido del escape. Ni siquiera hablamos. Caminamos apresuradamente por Florida. A medida que avanzamos mi desasosiego aumenta. Es necesario encontrar un lugar. ¿Para qué? A veces me pregunto. Tengo la sensación extraña, incierta de que ocurrirá algo inminente. Algo así como un avión que cae, una explosión, una tormenta, un huracán. Entre la gente que camina por ahí no es posible ver nada. Aparecemos en una iglesia. Una mujer cierra las puertas y las ventanas. Nuestros ojos se cruzan con otros y se intercambian miradas de asombro. Otra mujer que no alcanzo a distinguir bien dice con voz de flauta: ahora vamos a rezar. Vamos a entonar un himno. Todos los que estamos ahí nos miramos sin saber qué hacer. Nadie recuerda cómo se reza. Tengo una rarísima sensación de inquietud. Creo que nunca supe cómo se rezaba. Es una situación absurda y angustiosa. Me siento aprisionada. Estoy aprisionada en ese lugar tan oscuro, donde todo huele a incienso. Igual a cuando era chica y debía cantar en el coro de la misa, todos los días cuando concurría a clases. Entonces una de las monjas ejecutaba himnos en un órgano desafinado y lo único que yo deseaba era escapar de ahí, si fuera posible volando. Quería transformarme en un pájaro.
Soñaba despierta con volar desde el coro y escapar por una ventana. Sin saber cómo ni por qué aparezco en un lugar oscuro y abierto. Un espacio inexplicable. Se escucha una música estridente. Hombres y mujeres vestidos de negro bailan rock and roll. Me niego a participar de esa danza. Aunque me llaman. Ese no es mi tiempo. Ya superé la estridencia, las luces sicodélicas, las luces negras, la atmósfera asfixiante y un buen día dije no va más y como en el casino, no fue más.
Tengo necesidad de tomar un café para seguir escribiendo.

Al costado hay un camino oscuro por el que no puedo internarme. Una fila de chicos con máscaras interrumpe sorpresivamente el ensimismamiento en que estaba. ¿Por qué los chicos tienen máscaras? A lo mejor no son chicos, son pigmeos. Enseguida me acuerdo de algo que leí. El hombre que compró la isla de Manhattan fue estafado por unos indios. Los verdaderos dueños de la isla espiaban en el bosque durante la transacción. Y el muy tonto de Peter, que así se llamaba, les creyó. Yo también he deseado creer, creer en algo. Alguien, no sé quien es me dice: ¿cómo va tu relación con Dios?

Como si lo hubiera estado esperando digo: hablemos de Dios. Ahora navego en un barco medio deshecho pero no estoy sola ahí. Somos varios. Atravesamos un río revuelto, una tormenta cae sobre nosotros. El viento agita el agua, el barco, a todos, vamos a la deriva. El río es una inmensidad marrón, me pregunto si esa es nuestra vida o tan solo un pedazo. ¿La vida es eso, navegar? Nos internamos ahora por un riacho, entre las islas. Es de noche y casi a tientas buscamos el camino que nos permita salir de ahí. No se ve casi nada. Sé que el río es marrón y es opaco. Casi como la tierra. En ese momento, desesperadamente quiero acordarme de una poesía de Walt Whitman. Algo que me hable de su manera de ver las cosas. Tengo la sensación de que en cualquier momento la nave se va a partir en mil pedazos. Y sin embargo me empecino en seguir. Habré dormido noches, años. Inesperadamente se hace de día, llegamos a tierra firme. Salió el sol. Siempre, sin saber cómo, el amanecer llega. Entonces inicio otra etapa.

Por algún lado encuentro una poesía, la escribe un personaje de una novela que comencé hace algún tiempo. El marido se ha ido, ¡otra vez el sonsonete! con una mujer treinta años menor. Viven en la casa de enfrente, él y su amante. La mujer los ve por la ventana. La poesía termina así: "fue el infinito el límite de mi inocencia. Creí que vendrías una tarde cualquiera". El personaje me aburre mortalmente. No lo aguanto, ese personaje está muerto, tan muerto como decía Henry Miller: todos estamos vacíos y muertos aquí en Villa Borghese. Pienso que en Buenos Aires ni siquiera estamos así, sino hundidos, varados en una ciénaga de cemento. Europa se pudre, dice Miller. Una vez estuve en el aeropuerto. Ezeiza. El avión ya salía, vía Roma. El hombre me miró con autoridad, con firmeza. Falta una firma, me dijo, ¿no ve? No entiendo, dije. Falta una firma más. Quiero irme, quiero tomar el avión que se va, digo. Y él me responde: jódase. El avión vía Roma no sale, tengo que conseguir esa firma. Pero pierdo el pasaje, el pasaporte tardará dos o tres días. Recuerdo al hombre, nadie pudo hacer nada. El jefe del aeropuerto sonreía: será un error, y esa palabra: jódase. Algo se pudre irremediablemente.

Sin saber cómo se ha abierto una ventana color beige. Tal vez alguien pudo dibujarla. Está a otra altura de dónde estoy, más arriba. Estoy en el foso de algún teatro, las piernas de las bailarinas se mueven en un cuadro bellísimo. No quiero que me envidien el sueño, los colores han sido modelados y todos armonizan, rosas, amarillos, tierras, celeste. La música irrumpe en la escena, todo es mágico. No debo salir de ahí, me quedo mirando el espectáculo, las bailarinas siguen bailando, me despierto. El sol ya se entrometió en mi cuarto. Es un nuevo día, la función debe continuar.




Copyright:


Del relato:
Araceli Otamendi©







Publicado en este blog bajo el consentimiento de la autora:
www.literaturadart.blogspot.com




 

viernes, 25 de octubre de 2013

Entre mujeres 4



Nos encontramos en ese bar, donde alguien tocaba un piano, como siempre. Era viernes, y cada una había terminado sus actividades, su trabajo, es un decir, porque en el fondo, nada termina.
Hacía bastante tiempo que nos conocíamos con Liana, nos habíamos conocido en uno de los tantos talleres literarios a los que asistí. Era lógico que nos reuniéramos de vez en cuando para hablar de libros, y de algunas otras cosas.
Liana estaba sentada en una mesa, con un libro abierto y un café a medio terminar cuando llegué. Había salido tarde de la oficina, ya les había dado de comer a todos, y ese era mi tiempo de distracción y también de reunión con una amiga, con la que, pese a los altibajos de la amistad, me llevaba bien. Pero esa noche no, todo parecía conspirar para que la conversación tomara otro rumbo.

- Pero no te das cuenta que si alguien se te acerca es por tus relaciones, o porque te llamás como te llamás..- me lanzó para agredirme.
- No, yo no pienso eso ¿vos lo creés?
- Sí, definitivamente sí, lo creo y sería bueno que te dieras cuenta...
- Creo que esa es tu opinión, en definitiva cada vez que alguien se me acerca intento averiguar por qué se me acerca, nada más...
- Yo creo que vos deberías asumir lo que te estoy diciendo, vivirías mejor, más tranquila y mejor preparada - continuó.
- ¿Vos creés eso? - contesté, después de revolver el café, sin azúcar.
- Sabés que sí, sos muy bonita, pero tenés que saber realmente quién sos, por qué las personas se acercan a vos.
- Creo que estás exagerando, a vos te parecerá que tengo tantas relaciones, y como me llamo ¿tiene alguna importancia?
- Pensá lo que quieras, pasemos un rato agradable escuchando música.Hoy no vino Oscar, nos despedimos antes de entrar aquí. Me hubiera gustado que de una vez por todas lo conocieras...
- Sabés que me intriga Oscar, quisiera saber cómo es, si es alto, bajo, gordo, flaco, rubio o morocho, simpático, tal vez, no puedo hacerme la imagen de él.
- Ya lo vas a conocer, te lo voy a presentar pronto... te quedaste callada...
- Sí, estoy un poco cansada  esta noche...
- Para mí que estás pensando en alguien...
- Puede ser ¿por qué?...
- Intento adivinar...
- Sabés que no tengo ganas de hablar de eso...
- Vos estás mal hoy ¿no?
- Puede ser, tal vez no, tal vez estoy un poco cansada, tuve mucho trabajo hoy...
- A mi no me engañás...
- Bueno, ¿y si estuviera pensando en "alguien" cuál sería el problema?
- Te das cuenta, ahí está tu problema...
- Yo creo que esta noche tengo ganas de leer un libro nuevo, de escuchar música, de tomar un café y de no acordarme de nada que no quisiera recordar...
- A vos nadie te puede ganar ¿no?
- A veces pienso que no tengo ganas de hablar de ciertas cosas...
- Sabés que te queda bien el color azul, el del pullover que tenés puesto, te hace juego con el color de los ojos...
- Mis ojos son verdes, no azules...
- No importa, te queda bien el azul te estoy diciendo...
- A vos tampoco nadie te puede ganar...
- Yo creo que deberíamos escuchar música, estaba leyendo un libro de Cortázar...
- Ya lo veo, Julio... creía en la magia...
- Y vos ¿creés en la magia?
- A veces sí...
- Cortázar hablaba de otra cosa, no era magia en realidad...
- Ah, no ¿y qué era?
- Era política, nena, política...
- Puede ser...
- La magia de Cortázar era política, él hablaba de esa magia...
- Tal vez...
- Pero a vos no te puedo convencer de nada...
- Y a lo mejor sí...
- ¿Tomamos otro café?
- Bueno...



domingo, 1 de mayo de 2011

Noche ciega - Homenaje a Ernesto Sabato



Noche ciega

                                                           A Ernesto Sabato


Si no me hubiera encontrado con Germaine, si no me hubiera hablado del video, de los ciegos, de Sabato jamás me hubiera puesto a escribir lo que escribí. Además creía que lo de la televisión era una coincidencia más, pero Germaine me aclaró: se pretende demostrar que la gente cree más en ficciones y menos en realidades. Por supuesto le digo, por supuesto, y sigo sin entender.
Vacilo, doy vueltas, la taza de café, el agua, todo está listo para comenzar. La lapicera apoyada sobre la hoja en blanco. La tinta correrá de prisa, se deslizará y garabateará las letras. La historia está.
Se me había ocurrido una frase genial: “la noche es ciega”. Porque no nos ve. ¿Por qué somos tan ilusos que creemos ver algo adentro de ella? Pero no, es ciega porque es oscura, es negra, es opaca como los ojos de los ciegos. Pobrecitos, tengo una obsesión con el famoso “informe” de Sabato. Un día, no me acuerdo cuál, iba caminando por Florida desde avenida de Mayo hacia Corrientes. Tenía el “informe” intacto en la memoria y me cruzo con un ciego muy joven, delgado y buen mozo que apoyaba sus manos en el bastón blanco. Hacía calor y era temprano, una  mañana recién nacida y el ciego esperaba. Me puse a mirar la vidriera de Pierre Cardin y con fantasías al ciego que hubiera jurado que veía. A los diez minutos llegó una chica y se besaron. Se me está haciendo tarde aunque como dijo Bergson el tiempo es una división de la conciencia.

Todo puede ser casualidad. Me encuentro con Germaine. Me pregunta si la vi por televisión y no entiendo nada. Porque la había visto pero no sabía que era ella. Protagonicé un programa sobre Sabato – me dice. Yo era Alejandra. Pero si vos no sos actriz, le digo. ¿Eso qué tiene que ver? – me responde. Y tiene razón. Sigo sin entender nada. Luego me dice: la casa de Sabato era y no era. ¿Qué tiene que ver todo esto? El ciego estaba con la chica. Los dos se fueron caminando tomados del brazo hacia Diagonal Norte donde una vez los vi bajar de un taxi a Borges y a María Kodama. Me acuerdo que él tenía una remera verde esmeralda, no Borges no, el ciego. Y ella un vestido blanco. Era bajita y tenía el pelo castaño oscuro. Ella sí veía. Parecían felices. A los dos días estaba yo en el club esperando a alguien y aparece el ciego con el bastón y la misma remera. Se detiene cerca de la puerta de entrada y se queda ahí muy quieto. Germaine me dice que hay más casualidades y que en la casa de Sabato había vivido su madre cuando era chica y no era de Sabato. En Santos Lugares, al lado vivía Jorge Amado en sus años de exilio en la Argentina. Sigo sin entender. El ciego se encuentra con la chica, se besan, conversan unas palabras y se van. A esta altura de los acontecimientos alguien dirá si el “informe” me ha hecho mal. Y yo digo que no, que es pura casualidad. Tendría que escribir la historia de Paulina, era tan fácil pero ya no sé por qué sigo escribiendo todo esto. Germaine dice que la abuela dice que Jorge Amado era un perverso que se deleitaba mirando a los conejos del jardín, como hacían el amor.

Ay, qué espantoso es viajar en subte. Debía ir a un lugar a comprar unos materiales para un cuadro. Me recomendaron la línea E, frente al Cabildo. Otra coincidencia con el informe. Además esa línea es infame por lo vacía, casi nadie viajaba. No sé por cuánto tiempo evité el subte después de aquél día. Llegué a San Juan y Boedo. Caminé algunas cuadras, compré los materiales y emprendí el regreso. Y otra vez me encuentro con el ciego. Parado en la entrada de una casa vieja, que ni memoria tiene, a su lado un perro, el clásico perro ¿pero cómo me pude olvidar de ese detalle? En el club el ciego también estaba con el animal. Y había un chico junto a él. Era una típica casa baja y chata con patio exterior y sin árboles, qué aburrido. Ya casi, casi estaba por pedir a gritos un exorcismo. Pero no, me quedé por ahí, disimulando no sé qué extrañeza. Durante un rato observé la pasmosa tranquilidad del ciego, su expresión boquiabierta, su sonrisa trágica. Pero esta vez la chica no apareció. Qué tema.

Café, agua con hielo y el sol que quiere atreverse a entrar pero no puede, es rechazado por el vidrio oscuro, una veladura diría si estuviera pintando. ¡Qué lástima! ¿Cómo abandoné mis cuadritos que tanto bien me hacían? Pero el arte no sé quién lo dijo no se hace para el bien de nadie, es una forma de reparar lo irreparable, de juntar piezas rotas, de crecer ¡qué palabra más gastada! Hoy todo el mundo quiere crecer. Como los chicos que quieren ser grandes y después cuando tienen la estatura de mamá o de papá se dan cuenta de que no saben qué hacer con sus vidas. Pero en este momento sí, creo saberlo. Me dio pena verlo así, esperando, con sus anteojos oscuros y una sonrisa extraña. Nunca había oído su voz y la imaginé gutural, como salida de una caverna. Hubiera querido preguntarle algo ¿pero qué? Sería ridículo preguntarle la hora justamente a él ¿y si luego seguía la conversación? ¿qué le diría? Hemos visto innumerables películas donde los ciegos ocultan que han recuperado la vista. ¿Cómo confiar en ellos? Otra tarde en el club. En el bar la había visto a ella acompañada por un hombre joven, no sé si era lindo porque me quedé azorada y enseguida pensé en el ciego, en el perro y en la casa de San Juan y Boedo. No lo conocía pero ¿por qué me lo cruzaba siempre? No sé. Y esa sonrisa extraña en su boca. Comenzó a mover su bastón de izquierda a derecha y al revés, porque viceversa me parece una palabra horrible. Di vuelta la cabeza pero no pude, no pude decirle nada ¿qué tendría que haberle dicho? ¿desde cuándo me importaban las vidas ajenas? La chica tenía el vestido blanco y corto. Era bajita pero bien formada. El ciego pasó el control del portero y caminó junto a su perro y no sé, no sé cómo podía seguir ese pasillo con tantos recovecos y escalones que hay que subir y bajar. Porque ascensores hay muchos. Era la época en que había abandonado la esgrima cansada de soportar que por no entrar en el juego de todas se acuestan con todos, se pasaran películas pornográficas en la pequeña sala de reuniones de la sala de armas. Y después ¿qué te pareció? Y nada ¿qué me va a parecer? Nada. Y tuve el temor de que el ciego llegara hasta aquí, al piso nueve. Se detuvo ante la puerta de la sala. El ruido del acero llamó su atención. Seguramente lo habría escuchado antes. Tuve miedo.




Hicimos un viaje corto a las Caldas da Emperatriz, muy cerca de Florianópolis. Creí que había llegado a Shangri-la. Todo el mundo vestía salida de baño blanca. Piscina de agua mineral interior, piscina exterior, la vegetación que cuelga de cualquier parte y cruza cascaditas y puentes. El vivero, el hotel un paraíso que no se puede creer. Dentro de la habitación un baño con una bañera enorme de donde sale también agua mineral y los consejos: mientras toma un baño de inmersión debe beber dos botellitas de agua que están en la heladera. Antes de dormir jugar al pool, y charlar cafecinho mediante. En la cama mirar la película que pasan por video cable. Y después hacer lo que quieras. Y entre las cosas que se podían hacer estaban darse un masaje. Claro, estuve media hora nadando en la piscina interior, rodeada de enormes helechos naturales, bañándome también con la luz que se filtraba del techo. Tenía turno después. Cuando entré casi me muero. El masajista era un ciego. Tenía anteojos negros. Y esa voz tan particular. ¿Dónde quiere el masaje? En la espalda – le dije. Y me preguntó el nombre. Enseguida me dijo que ese lugar había sido elegido para descansar por una princesa portuguesa que llevaba mi nombre. ¿Qué le pasa? – me dijo. Está tensa. Y sí, lo estaba. ¿Por qué? – insistió. ¿Cómo explicarle mi temor ante los ciegos? Mi desconfianza. ¿Y si ese hombre supuestamente ciego me amasaba la espalda pero mientras no hacía más que mirarme? Yo también soy casado – me dijo. Tuve que sacar conclusiones. Y me sentía molesta. Tenía dedos mágicos que quitaban el dolor de espalda. Cuando quiera vuelva – me dijo. Era joven y feo. Y esos terribles anteojos oscuros. Me puse la salida de baño y caminé un rato por el parque. Luego me senté a tomar un cafecinho en el lobby y un jugo también. Les molestaba servir cafecinhos, será porque son gratis.


Si Van Gogh hubiera sido ciego el mundo hoy  sería  distinto. Y Antonin Artaud no habría podido escribir lo que escribió. Pero por suerte para los que pudimos ver sus cuadros Van Gogh veía. Aunque no todos los que podemos mirar vemos en realidad lo que creemos que vemos. Y los ciegos deben ver otras cosas que ni siquiera imaginamos. El ciego llegó al noveno piso del club y sintió el perfume de ella. Y acarició su ausencia con los otros sentidos. Se sentó en el lugar donde hacía poco ella hablaba con otro. Desde el teléfono público de afuera, con la monotonía de la hora oficial en mi oído contemplaba la escena. La reconstrucción de los momentos anteriores a través del olfato. El ciego acariciaba al perro sentado a su lado. Y la chica besándose en los pasillos con el otro. Sentí el tintineo de las monedas para hablar por teléfono y el resoplar de un hombre que miraba su reloj  y movía impaciente el pie izquierdo haciéndome notar lo prolongado de mi conversación. ¿Cómo explicarle? La risa de la mujer tan lejos del lugar, caminando por la 9 de Julio. Y el ciego no terminaba su café. ¿Cómo decirle todo eso y que el teléfono no era más que una excusa? Colgué el tubo y me fui. El violeta su fundía en el azul y las siluetas de los edificios ya se recortaban en el atardecer de Buenos Aires.

Al lado mío Fernando Vidal Olmos debe ser un poroto. Porque si bien él sabía sobre la confabulación de los ciegos mis temores son más grandes todavía. ¿Y si el romance del ciego y la chica no hubieran sido más que una excusa para llamar mi atención? ¿Por qué Florida 1 esa mañana, por qué cerca de la zapatería y de Pierre Cardin? ¿Acaso sabían que siempre me detenía ahí antes de llegar a la oficina? ¿por qué justamente ese club? ¿por qué la casa de San Juan y Boedo? Y ahora el triángulo. Y las preguntas fueron aumentando hasta un límite intolerable. Y una tarde saturada de humedad y de calor aumentó mi sorpresa. Salí de Perón y Reconquista hacia Florida. Luego Florida hasta Corrientes. Y una más hasta Lavalle. A las siete iríamos al cine. Me encontré con él. A las siete y cuarto empezaba la película. Sentí una voz conocida detrás de mí. Enseguida me dí vuelta y los vi. El ciego y la chica. ¿Cómo explicarle a él todo eso? Vamos, por favor, vamos a otro cine. ¿Pero qué te pasa? No me gusta la película. El tema, el tema es un absurdo, no me interesa. ¿Y ahora qué hago con las entradas? No sé, devolvélas. Y mientras, en el cine, los movimientos del ciego se ejecutaban uno tras otro. Apenas comenzada la película le desabrochaba la blusa a la chica y acariciaba sus pechos carnosos como melones maduros. Ella se excitaba como una gata recién desflorada. Antes de llegar a la mitad de la película salieron del cine. Y cuando ya me había comido las frutas de un trago largo en un boliche de Carlos Pellegrini los vi pasar. Vamos, tenemos que salir de aquí – dije. ¿Adónde? Me miró perplejo. – No sé, hace calor, a tomar aire fresco. Y nos fuimos. Pero habían desaparecido de nuestra vista.


Ya había terminado de repasar todos los temas del examen que rendiría a la noche cuando salí de la biblioteca y me fui a cambiar al vestuario. Nadé un rato en la pileta. El vapor inundaba el ambiente y el griterío de los chicos aumentaba la confusión que ya tenía con las series convergentes y divergentes. Si el término general de la serie tiende a cero – intenté recordar mientras pataleaba en el agua - ¿la serie tiende a cero, a uno o a infinito? Maldito sea, lo había olvidado. Como había olvidado también los extraños sucesos de aquella tarde. El ciego había entrado en la biblioteca y se había sentado frente a una de las largas mesas. Sólo estábamos él, yo y el encargado de la biblioteca, un hombre con cabeza de tortuga y enormes anteojos con aumento, que no hacía más que fumar y mirar el techo.
Y yo con mis cálculos, papeles y libros de análisis matemático. Pues bien, se sentó frente a una de las vitrinas adosadas a las paredes donde se guardan los libros de colección que ni el jefe sabe que existen. Aunque el ciego estaba de espaldas a mí podía ver su cara reflejada en los vidrios. Limpió sus anteojos con un pañuelo que extrajo de un bolsillo. Tal vez le molestaran – pensé. Me llamó la atención que se hubiera puesto saco aquella tarde porque nunca lo había visto vestido así. No podía dejar de mirarlo. Introdujo su mano derecha en el bolsillo y por unos instantes la retuvo ahí. Luego sacó algo. No podía ver qué era. Sólo sé que lo limpiaba con el pañuelo. A través del vidrio me pareció que jugaba con un revólver. Miré hacia donde estaba el encargado. Se había dormido como siempre. Los anteojos del ciego relucían en la vitrina. Ahora sí, era evidente que tenía un revólver entre sus manos ¿estaría cargado? No me importaba. Las armas nunca me gustaron. Me sentí desprotegida como cuando jugaba sola en el patio del colegio de monjas después que todos los chicos se habían ido. Y ni siquiera estaban los ángeles ni los arcángeles, sólo las monjas con sus baberos duros y blancos.
Rápidamente guardé los libros como pude y los otros objetos y me dirigí hacia la puerta. Alguien tocó mi espalda. Me sobresalté. ¿Podría decirme qué hora es? – dijo el ciego. Sí, sí, claro. Las cuatro y media – contesté mientras sostenía el picaporte de la puerta. Supuse que el revólver dormía en su bolsillo y pasé veloz el control de la entrada. El ciego se quedó parado cerca de la puerta como siempre.


Cada vez que paso por La Alameda en la Costanera Sur revive en mí la escena. Porque el lugar tiene misterio. Tan próximos el Museo de la Cárcova, las Nereidas y ese kiosco digno de verse. La fotografía de Gardel tipo almanaque colgada de una heladera industrial, la jaula con el cardenal saltando de una maderita a la otra y el tipo que atiende. La suciedad en todo su esplendor extendiéndose por dondequiera que uno mire. Todo se salva por el fresco en verano y el aroma de los árboles y el pasto.


Aquella tarde bochornosa vi salir rápidamente a la chica. Bajaba la escalera del club como quien se prepara para competir en un concurso de garrocha. Siempre con su pollera corta y el pelo recién lavado. Yo esperaba el ascensor pero volví sobre mis pasos. El ciego, casi al lado de la biblioteca esperaba con el saco puesto. Se besaron y salieron casi enseguida. Ella paró un taxi. Se bajaron en la Avenida Costanera y Belgrano. El la sostenía por la cintura y ella apoyaba la cabeza en el hombro de él. En aquella época las prohibiciones de no estacionar ni detenerse alejaban a los transeúntes, como ésa que estaba en el alambrado, separando la vereda ancha de los escombros y la tierra antes del río. El ciego besaba a la chica embriagándose con su perfume. El vestido levantado de ella y el cuerpo tostado, caliente y juvenil. La noche lo envolvía todo con su color tenebroso pues no había estrellas y la luna se ocultaba tras un círculo de nubes. Dos de los cuatro ojos se acercaron sigilosos ocultándose en la negrura. Y aprovechando el olvido de la pareja uno de los sujetos apuntó con un dedo en la espalda del ciego. Dejámela un ratito – le dijo. Hijo de puta – respondió el ciego. La chica comenzó a correr. Sin saber adonde, tal era la oscuridad y profiriendo gritos de desesperación mientras el ciego la buscaba en vano, el otro se había abalanzado sobre ella. ¡Alto!, deténgase, profirieron las voces y luego varios disparos interrumpieron el canto de los grillos. Cuando amaneció la luz del sol iluminó los rostros inertes y fríos del ciego y la chica tendidos en la vereda.

© Araceli Otamendi

imagen: Calle Corrientes -fotografía de Horacio Coppola (de la muestra en el Malba)

lunes, 24 de enero de 2011

Madres en el bar *




* cuento de la serie  "Tardes de madres" de la autora 

"Estamos sujetos a una eterna incertidumbre que nos presenta sucesivamente bienes y males que siempre se nos escapan" 
La Rochefoucauld
"Todos vivimos lejanos y anónimos; disfrazados, sufrimos desconocidos. A algunos, sin embargo, esta distancia entre uno y sí mismo jamás se les revela; para otros, ella es de vez en cuando iluminada, ya sea por el horror o la pena, por un relámpago sin límites; y hay otros todavía para quienes ésa es la dolorosa constante y cotidianidad de la vida"
Fernando Pessoa

Casi siempre la mujer llegaba a eso de las tres de la tarde y se sentaba a la misma mesa y pedía lo mismo de siempre: un café cortado, una medialuna y encendía un cigarrillo negro. El bar era uno de esos bares del barrio de Monserrat en Buenos Aires, podía ser cualquier bar porteño de barrio,  no tenía ningún detalle agradable para recordar: mesas con tapa de fórmica, sillas tapizadas en plástico, plantas artificiales. Había olor a cigarrillo y a encierro. Lo único bueno era la luz natural que hacía del bar un lugar agradable para la espera. El mozo era un hombre al que le gustaba observar mucho los gestos de las personas. Así, sabía por ejemplo, que esta mujer que había llegado ahora , además de escribir en una libreta durante horas enteras, mientras esperaba al hijo que estaba en el jardín de infantes ubicado al otro lado de la calle, también dibujaba. A veces la mujer venía con una carpeta llena de dibujos que desordenaba en la mesa y mientras los iba acomodando sonreía, callada. Otras veces anotaba cosas en una libreta grande, con espiral. Al mozo le hubiera gustado leer lo que la mujer escribía, pero no era posible. Cada vez que él intentaba una conversación ella respondía con monosílabos. Sólo una vez el mozo pudo escuchar la historia que esta mujer de pelo oscuro como una noche sin estrellas, ojos verdes y brillantes como plantas después de la lluvia y la piel con arrugas prematuras, casi seca, le contaba a otra mujer que también esperaba a que su hijo saliera del jardín de infantes. Entonces el mozo había escuchado la historia: Una vez casi mato a un hombre ¿sabés?, había dicho ella. La otra mujer la miraba callada, con los ojos bien abiertos, sólo había atinado a preguntar ¿por qué? Mi padre era diplomático, dijo la mujer, viajábamos mucho, por todo el mundo. Hasta vivimos en China. Cuando mi viejo murió, a mi vieja le dio por hacer entrar gente rara a mi casa.  Vivíamos en una quinta en la provincia de Buenos Aires, era una quinta preciosa, llena de árboles frutales, había castaños, ciruelos, teníamos caballos. Mi hermana y yo andábamos a caballo. La otra mujer la miraba fijo, atenta a la historia. La casa se había llenado de gente rara, había gente muy bohemia, pero sobre todo, rara. Yo tenía quince años y eso no me gustaba, dijo la mujer, entonces llegué un día y encontré en mi habitación a esta gente, estaban por toda la casa, de fiesta, escuchando música a todo lo que da, tomando alcohol, fumando, bailando y les dije: váyanse, váyanse todos de aquí, de mi cuarto. Entonces una mujer me contestó: andate vos si querés, nosotros nos quedamos. La otra mujer no decía nada, se mantenía en silencio, el mozo escuchaba con atención. Entonces tomé una escopeta que estaba colgada sobre la chimenea, fui directamente a mi habitación y les apunté. La escopeta estaba cargada. Váyanse de aquí o los mato, dije. Entonces llamaron a la policía. ¿Qué pasó? Dijo la otra mujer presintiendo la respuesta. Desde el bar se veía el frente de la casa donde funcionaba el jardín de infantes pero hasta ahí no llegaban los gritos de los niños, las risas, el llanto infantil. Entonces la mujer continuó. La policía vino y me llevó en el patrullero a la comisaría. ¿Pero mataste a alguien? Preguntó la otra mujer. La mujer de la historia se quedó callada. Terminó de tomar el café ya frío y aplastó en el cenicero de vidrio el cigarrillo que había empezado un rato antes. La otra mujer miró a la mujer que contaba la historia. Pero la mujer ya había cambiado de tema como si no hubiera contado nada especial y rápidamente abría una carpeta de la que extraía dibujos como si se tratara de una caja mágica. Después de lo que pasó empecé a pintar, dijo la mujer, sin aclarar nada. Eran dibujos precisos de restos fósiles, hallazgos arqueológicos, rostros de aborígenes. También había dibujos como ilustraciones de cuentos infantiles de colores brillantes, rojos, azules, amarillos, verdes. La mujer explicó que era ilustradora, trabajaba para algunas editoriales. La mujer de la historia sacó entonces de la carpeta un dibujo, era la cara de Jesús, dibujada por ella. Jesús tenía un rostro bellísimo y una corona de espinas. La otra mujer detuvo la mirada en los ojos del retrato. Eran los mismos ojos de la mujer de la historia, de color verde, con el mismo brillo en la mirada. Le hiciste tus ojos, dijo la otra mujer. Sí, dijo la mujer de la historia. Es para una editorial dijo, trabajo para una editorial que edita libros de religión y ésta va a ser la tapa. Es una copia láser, dijo, y le regaló el dibujo a la otra mujer. La otra mujer continuaba pensando en la historia de la escopeta, se preguntaba si realmente la mujer que tenía enfrente habría matado a alguien. ¿Qué te pasa? Preguntó la mujer de la historia, ¿te quedaste pensando en lo que te conté? Sí, dijo la otra mujer. Ya pasó, dijo la mujer de la historia. Casi no me acuerdo, en realidad no quiero ni acordarme. Me acuerdo algunos días, como hoy, como ahora. Ya pasó, nunca tuve suerte ¿sabés? Nunca me casé. Mejor dicho, sí, hice una pareja y tuve a mi hijo, lo único bueno, lo mejor de todo. Y por eso sigo viviendo y luchando todos los días. No tengo un mango, solamente para comer y pagar el alquiler de esa pocilga donde vivimos ahora, ya vas a venir, si vos querés, te voy a invitar. Ni siquiera tengo teléfono, dijo la mujer, pero me podés llamar al teléfono del restaurant del frente. Mi casa está al fondo. Preguntás por mi y me llaman. El nene y yo nos arreglamos. Pago el alquiler, el jardín y nos queda lo justo para comer y viajar. Mi pareja no quería trabajar sino era como gerente general de una empresa. Me cansé de conseguirle trabajos y que los dejara. Lo eché a patadas de casa. Me quedé sola con mi hijo. Antes de tenerlo a él salí con todos los hombres del zodíaco, dijo en tono de 
confesión, pero no me sirvió de nada. Ahora no salgo nunca, trabajo solamente y me dedico al nene. Las dos mujeres intercambiaron miradas cómplices. La otra mujer sonrió. Seguramente pensó en qué clase de personaje tenía delante, también pensó que la historia podía ser una mentira, como tantas. O que la historia podía ser cierta. El mozo se acercó a la mesa, había escuchado la historia y pensó, igual que la otra mujer en que la historia podía ser cierta. O tal vez una mentira, levantó las tazas de café, reemplazó el cenicero con una colilla por uno limpio y pasó un trapo húmedo por la mesa. Después se retiró hacia la barra, dejó la bandeja con las tazas sucias ahí y se quedó mirando a las dos mujeres, cómo conversaban. Ahora hablaban de los hijos, contaban anécdotas. La cara les había cambiado y estaban más sonrientes. Parecían haber olvidado la tragedia de sus vidas, o el recuerdo de sus tragedias, o los problemas que siempre están. Parecían otras mujeres, distintas a las de hacía un rato. Pero no las miró por mucho tiempo más, enseguida se incorporaron y salieron, cruzaron la calle, las puertas del jardín ya se habían abierto, una maestra en la puerta iba entregando los niños a sus madres. Los niños salían sonriendo, algunos con la cara sucia, otros protestaban, casi todos tenían una carita feliz.

(c)Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

imagen: Torres García, teatro (de la muestra en el Malba)

viernes, 20 de noviembre de 2009

Nota del escritor Ángel Brichs publicada en Literatura del mañana

http://literaturadart.blogspot.com/2009/08/araceli-otamendi-realismo-e-imaginacion.html

 

 

 

jueves 20 de agosto de 2009

Araceli Otamendi, "realismo e imaginación"

Araceli Otamendi


En toda la antología del cuento literario americano han existido multitud de formas de abordar esta narrativa en particular, y la mayoría de ellas, aunque no muy diferentes lingüísticamente sí lo han sido en su lenguaje en comparación a la forma de tratar el cuento del otro lado del charco, o sea, en España. No obstante, siempre existen excepciones. Una de ellas es la escritora argentina Araceli Otamendi. Nacida en Quilmes, provincia de Buenos Aires; esta escritora y periodista ha ganado diferentes certámenes literarios, entre los que destaca el Premio Fundación El Libro a escritores noveles (1994) por la novela policiaca "Pájaros debajo de la piel y cerveza", en el marco de la XX Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, publicado por Grupo Editor Latinoamericano.
En el año 2000 su antología de autores hispanoamericanos:
 "Imágenes de New York, una mirada hispanoamericana", publicada como edición especial de la revista Cultura Segunda época, fue presentada en el Centro Español Rey Juan Carlos I, de NYU con prólogo del Prof. y Director del Centro, James Fernández, la cual fue parcialmente traducida al inglés por este último. Entre otros muchos trabajos, ha publicado numerosos cuentos, ensayos, relatos, fragmentos de novela en revistas culturales, suplementos literarios y en antologías nacionales e internacionales; algunos de sus cuentos fueron traducidos al inglés, italiano y coreano.
Fue columnista y productora general del programa cultural De persona a persona en Radio del Plata en el año 2000, ganó el Premio Prestigio que otorga el sitio virtual
 brasilero Ca` estamos nos por su labor en la revista Archivos del Sur y su cuento "Cartas al mediodía, a la manera de Cortázar" fue teatralizado y representado en la ciudad de Buenos Aires e integra la Primera antología de cuentos de autores hispanoamericanos traducida al coreano, titulada "Sube a la alcoba por la ventana", compilación de la Universidad Nacional de Seúl y publicada en Seúl en 2008.



Después de leer a Otamendi nuestros lectores más aventajados podrán apreciar ciertas similitudes (aún sin dejar los referentes y forma de narrar americana en su prosa), con autores españoles como Camilo José Cela o Miguel Delibes. El lenguaje sobrio que utiliza se provee de todo tipo de elementos propios del imaginario histórico y colectivo que, anejados al mundo real medio la visión particular de la escritora se descubren como un mundo paralelo que no es ajeno a nuestra misma realidad mental y personal, eso sí, tras el fondo moralizador o epíteto "lógico" que da personalidad y claro entendimiento al texto. Bien entendido esto, podemos sincerarnos diciendo que si juntásemos la prosa esperpéntica de Cela, el celo narrativo plagado de erudición de Borges y la imaginación de G. García Márquez, daría como resultado a nuestra autora. Pero como decimos en este blog, más vale unas palabras que muchas imágenes (o comentarios de terceros), por tanto, les dejamos pues con tres microrrelatos de esta polisémica autora para que ustedes mismos puedan descubrirlo.





Sin palabras
(en Homenaje al Día del Periodista)

Así me sentía, así estaba: sin palabras. El auto pasó a buscarme a las seis. Sí, a las seis. Era un remise alquilado, dispuesto para mi a las seis de la mañana. ¿Qué iba a hacer entre las seis y las once, cuando llegara el avión?
Llevar las revistas a las radios y a los canales de televisión. En eso había quedado con él. Si salía bien, festejaríamos con champagne. Si salía mal, tal vez comeríamos un sándwich en algún lugar.
El avión llegaría a las once, había que ir a Ezeiza. Esperaría una hora, tal vez hora y media antes, aburriéndome en el bar hasta tener la confirmación del horario.
 
Mientras, camino al aeropuerto el conductor me contaba su drama; su mujer y sus hijos estaban lejos, de vacaciones, en la playa. Cuando ella llegara, porque no la veía hacía dos meses se iba a separar. Para eso había hablado ya con un abogado. Ella no sabía nada, los hijos tampoco. ¿Qué disparate se le había ocurrido? No podìa estar lejos de ella tanto tiempo. ¿Y por eso iba a destruir una familia? Le dije. Me miraba a través del espejo retrovisor. Tal vez tuviera razón, dijo. Piénselo, dije, no haga locuras. Entonces yo era una psicoanalista, lo estaba asesorando, ¿tan fácil había sido escucharlo, decirle eso para que cambiara de opinión? El hombre se quedó callado, seguramente pensando en lo que habìa decidido apenas unas horas antes. Mis palabras lo hacían pensar: no haga locuras, piénselo…
¿Cómo escribir lo que ocurrió antes? Era de noche. El camino asfaltado nos llevaba por la ruta y ahí empecé a ver todo: cada uno que salía de la casa y ataba el caballo a la puerta del garage como si dos épocas transcurrieran juntas; era de noche, y faltaba mucho para hacer el reportaje a ese desconocido que llegaría en un avión, vestido de fama y de honores al que no conocía, al que nunca había visto. Y para eso habíamos arreglado todo: vestirse lo mejor posible, peinarse, estar antes en el aeropuerto y lograr una nota, una buenísima nota porque había que festejar con champagne el éxito de la revista.
Y esto era algo que estaba ocurriendo, íbamos de noche, por la ruta, había visto a varios hombres en las puertas de su casa atando caballos en la puerta de los garajes, seguramente estábamos en la provincia, y también había visto calles inundadas, casas a las que les había subido el agua al techo y los únicos que se salvaban eran los niños, tan niños, tan pequeños, festejando en los techos, saludando y yo también saludaba porque ellos se habían salvado del agua…
El visitante llegó una hora después, el avión se había retrasado. Al verlo me pareció que tenía una actitud de conquistador que llega a nuevas tierras: Francisco Pizarro pisaba América. Lo saludé, me saludó, eso fue todo. Mis palabras fueron: le voy a hacer una entrevista.
Francisco Pizarro – lo llamaré así – no contestó. Nos dirigimos, yo pensaba, al remise que estaría esperando afuera.
Pero no, todo era tan raro que de golpe se había hecho de noche, afuera del aeropuerto y alrededor todo estaba oscuro, apenas iluminado con algunas estrellas.
Un auto estaba esperando a Pizarro y el remise que debía esperarnos se había ido. Tal vez el conductor iba a buscar a su mujer y a las hijas a la playa lejana.
Pizarro indicó el auto como si yo supiera lo que me decía: dentro del auto estaba una mujer y otra pareja, la radio a todo lo que da tocaba música de tango. La mujer y la pareja comían trozos de sandía y el chofer esperaba que Pizarro y yo nos acomodáramos. No tuve más remedio que pensar que todos eran extranjeros: querían escuchar tangos en Buenos Aires y querían hacérmelo notar, que yo supiera que a ellos les gustaba esa música y que también comían una fruta como la sandía porque era verano y se acomodarían a cualquier cosa que les ofreciera la gran ciudad.
Ya estaba en el baile y había que bailar. El auto disparó por la autopista y me pregunté hacia dónde. Yo tenía otros planes en mente: hacer la entrevista, editarla, llevarla a la revista y de ahí seguir y a otra cosa.
Pero después de unos diez minutos el auto se detuvo en una especie de restaurant. Pizarro seguia mudo, y yo pensaba en las preguntas que iba a hacer para que la entrevista saliera lo mejor posible. En el lugar, todo se había dispuesto como un espectáculo. Parecía más una pulpería antigua, hecha a propòsito para turistas. Nos sentamos, pedimos un cafè, bebidas. Y entonces apareció el mago y se dedicó a hacer sombras, animales en una pantalla. Eran sombras chinescas y afuera, por la ventana se veía la noche azul, oscura, como en un cuadro. Y yo me preguntaba qué estaba haciendo ahí, en ese lugar, con una entrevista y mil preguntas en la mente, cómo explicaría lo ocurrido, cómo explicarme a mí misma esa situación…


- ¿Otra vez escribiendo? – preguntó él, varias horas después que Pizarro, la mujer y la otra pareja llegaron a un hotel céntrico y yo me fui tan desconcertada como lo había estado a partir de la llegada del personaje..
- Sí – otra vez
- Me imagino que habrás hecho una buena entrevista, el personaje daba para mucho.
- Sí, tal vez
- Lo decís dudando…
- Es que … no sé, cómo decirlo…
-¿Por qué?
- Es un personaje que no habla.
- ¿Y entonces?
- Nada, entonces, nada. No dijo una sola palabra desde que pisó Buenos Aires.
-¿Qué hizo?
- Escuchó música de tango y comió sandía.
- ¿Y no podés escribir algo sobre eso?
- Lo estoy haciendo
- Quiero leer la nota esta tarde, apuráte.


Era cierto. El personaje no había dicho una sola palabra y yo me había olvidado de relatar algo: durante el viaje desde el aeropuerto hasta el hotel, antes de llegar al restaurant nos encontramos con unas ovejas. No eran ovejas comunes, eran azules, verdes, de color naranja. Algunas estaban esquiladas y envueltas en lanas de colores brillantes, fosforescentes. Pizarro y la mujer se empeñaron en tocarlas. Las ovejas, muy contentas cruzaban el camino de un lado a otro. Y era entonces que nadie tenía palabras para explicar lo que ocurría. Y por eso escribo, por eso escribí esto, para dar testimonio. Porque hacer la nota con ese personaje mudo fue imposible, no dijo una sola palabra. Y tengo que cumplir, entregar la nota como sea, esta tarde es el cierre de la edición, y seguramente no habrá champagne como habíamos planeado, tal vez un sándwich, tal vez, quién sabe.

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Colores




Enfrente de mi casa hay un árbol con flores color violeta. Lo veo cuando me asomo a la ventana del living, lo veo al salir del edificio de departamentos donde vivo. Hay mucho verde ahí y también muchos árboles porque hay un parque. En el parque hay muchos perros, los llevan en grupos de seis, de diez, hasta de dieiciocho perros he contado, atados con correas y el que los pasea se llama paseador. Desde hace algunos años hay paseadores de perros en Buenos Aires, personas que se encargan del trabajo que los dueños no pueden o no quieren hacer. A los paseadores se les paga y algunos dicen que les pagan muy bien. A los perros habría que preguntarles qué tal la pasan, pero ellos no hablan y sólo ladran o gritan o aúllan, y a veces tienen calor porque los tienen atados a los árboles. A algunos los dejan correr sueltos por el parque y otros perros se pelean, se corren el uno al otro y ladran al grupo de perros que tienen enfrente y que parece un grupo rival.
Pero nada de eso me conmueve hoy, sigo caminando por la vereda mojada porque ha llovido hace un rato y veo un perro chiquito calzado con botitas. Las botitas son de color marrón y el perro lleva impermeable. Le pregunto a la dueña o a la mujer que lo lleva porque no sé quién es ni la he visto antes por el barrio si le ha enseñado al perro a caminar con botas. Ella me dice que no, pero el perro recién sale de la peluquería, está bañado, con el pelo seco y peinado y no quiere que se ensucie, dice.
Cuando llego a la esquina me detengo porque el semáforo está en rojo. Enseguida sale de no sé donde un hombre con la cara pintada y comienza a hacer malabares con unas pelotas de plástico: rojas, verdes, amarillas, azules. Sonríe, tiene un cartel pintado en el pecho, sujeto a la remera verde que dice: ¡sonría! hoy es lunes. Claro, hoy es lunes, lo había olvidado y él me lo recuerda. Alguno de los automovilistas, antes que se ponga el semáforo en verde le dan al joven una moneda.
Cruzo la calle, puro asfalto negro y me detengo para cruzar la avenida: hay muchos ómnibus, autos, demasiados así que tendré que esperar a que el semáforo esté en verde. Hay muchas personas que esperan para cruzar también y muchas personas que viajan en los ómnibus. Cruzo la avenida y ya estoy en otra plaza, ésta está cercada por rejas y tiene juegos infantiles y también un sector para perros. Pero aquí hay muchos menos perros que en el parque, porque ahí retozan en cambio en esta plaza no pueden hacerlo. Hay personas que caminan apuradas y autos que circulan a toda velocidad. Hay perros exóticos y personas de caras extrañas y también exóticas, seguramente extranjeros que han venido a vivir a Buenos Aires ¿durante un tiempo? No lo sé, ¿lo sabe alguien? Camino una, dos cuadras, me detengo en los negocios que ofrecen pescado, joyas, perfume, loteria, bar, ropa, alfombras, y hay uno que me llama la atención más que los otros: el color frutilla, fucsia. Me detengo durante algunos minutos en la vidriera: la ropa, los juguetes, los adornos, todo es de color rosa o fucsia. Decido entrar. hay muñecas de plástico y vestidos para niñas, carteras, pañuelos, siempre dentro de la gama rosa, fucsia. Creo que también hay un aroma a chicle rosa, camino por ahí, es un decorado digno de una casa de muñecas tamaño natural. Le pregunto a una vendedoradesocupada si toda la tienda está dedicada a las muñecas y me mira casi con asombro. Creo ver una sonrisa sarcástica en su cara y me contesta: - Sí, por supuesto. ¡Enhorabuena! pienso, aunque tal vez no sea éste el adverbio que pienso. Tal vez pienso otra cosa, tal vez me indigna ver ese lugar destinado a las niñas que bien podrían estar jugando en el parque entre las flores, corriendo, saltando, o divirtiéndose con muñecas pero no así, en ese artificio, dentro de ese lugar. Descubro que además hay una peluquería y un café ahí adentro, como una casa encantada donde sólo faltan las hadas y los gnomos, pero si estuvieran ahí ¿cómo serían? No quiero aguarle la fiesta a nadie pero algunos deberían dejar que los niños usen la imaginación para jugar y no darles todo dentro de la caja con moño. La estupidización es mayor cuando veo a las madres entrar a comprar "cositas" de color fucsia al negocio: vestiditos, remeritas, carteritas, y salen con la bolsita de la compra y hablando, gesticulando encantadas con la última adquisición para las niñas. Ya se encargarán las niñas cuando crezcan de echárselo en la cara: mamá, vos no tenías tiempo para mí, no me leías jamás un cuento, podrías haber coloreado un dibujo con témperas junto a mí, mamá, mamá, mamá...
Me voy de ahí al negocio de la esquina donde hay un cartel verde que dice café y promete ser aromático. Es un bar dedicado a esa bebida que no dejaba dormir a las cabras cuando masticaban los granos de la planta. Yo también quiero tener imsomnio para poder escribir más y no pensar. El café, hay de varios tipos, me dice la moza que me atiende ¿cuál quiero tomar? No lo sé, no sé elegir entre tantos tipos de café: dígame usted contesto y ella elige. Tampoco me importa mucho, el café es de color marrón y está bien caliente. Le agrego un poco de leche que han traido en una pequeña jarra blanca. El color del líquido de la taza se convierte en un color clarísimo. Casi en el color piel de la camiseta que la abuela de mi padre me tejía para enfrentar cada invierno, en lana finita, casi invisible pero ¡qué abrigo! Después que ella dejó de tejer cada invierno esas camisetas y se fue de este mundo, no he podido encontrar ese color de la lana en ningún otro objeto. Termino de beber el café y leer el diario y me voy. Salgo a la esquina donde da el sol, ahora ha salido el sol y brilla y produce una especie de arcoiris en los charcos de agua de la calle. Y cuando voy a cruzar la calle me detengo porque un globo rojo y brillante se ha soltado de la mano de alguien y corro para que un auto no lo aplaste y veo al niño como corre por la vereda con el delantal del jardín de infantes, se ha soltado de la mano de la mujer que lo lleva y que también empuja un cochecito con un bebe y tomo el globo, durante unos segundos lo sostengo de un hilo tan poco fuerte y en unos segundos pasará a la mano del niño, se lo doy y el niño me mira con los ojos azules bien abiertos y yo miro los reflejos en los ojos del niño y sigo, sigo caminando como si ese día fuera único - y lo es - , como si los colores existieran siempre, como si siempre los viéramos, como si el color claro de la camiseta que la abuela de mi padre tejía volviera a aparecer alguna vez, como si los perros caminaran descalzos como perros y los niños jugaran al aire libre como niños, como si la sonrisa de ese niño con el globo se grabara en mi mente como un recuerdo indeleble.



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Vuelta a la Casa Tomada

El agua corre, llena la bañera y casi desborda. Está al límite, llena, entonces me sumerjo. El agua está tibia y causa placer estar ahí. Entonces veo figuras, recuerdos que aparecen y dibujan. Entonces me dejo ir, llevar ¿adónde? Entonces viajo. Tomo el colectivo y viajo, el ómnibus anda despacio, es día de semana y voy, es un día soleado y voy mirando por las ventanillas, los edificios, la ciudad gris, la ciudad me araña. Me dejo llevar porque los recuerdos son y están. Y estoy ahí. Yo estoy, estaba y estoy. Y entonces es un homenaje a mí misma. A la que fui y está, en el pasado que ahora es presente. Está, estoy. Ahí, como entonces, como ahora, estoy…
Y me saludo cada vez que paso por alguna casa dónde viví, porque ahí quedaron mis recuerdos. Entonces me saludo a mí misma porque algo mío vive ahí…
Pero las casas han sido tomadas, son casas tomadas como en el cuento de Julio … Poco a poco las han ido tomando otros…
Entonces escribo, escribo para recordar, para encontrarme a mi misma y recordar y verme ahí, hace tanto tiempo y sin embargo…
Hay que dejar tranquilos a los fantasmas… que habiten, que llenen la casa tomada mientras nosotros, desde aquí, ¿cómo llamarla? Realidad, pies en la tierra, seguimos pensando ¿en ellos?


Camino casi con precisión. La vereda ancha me lo permite, del lado del sol, pasado mediodía percibo el aire fresco, las puertas: casi todas cerradas. Los negocios, a esta hora duermen la siesta. Alguna vez arrojé la llave de la casa a la alcantarilla. ¿Arrojé, dije? No estaría tan segura, no lo estoy, y es más, ahora no estoy segura de nada. Antes de convertirme en un insecto, antes de ser Gregorio Samsa, lo intento. Lo voy a intentar. Hace tanto tiempo lo he planificado y hasta he trazado un mapa con las coordenadas. Tantas cuadras para un lado, tantas cuadras para otro. Girar, hacia un lado primero, después caminar. Como un ciego cerca de las paredes de las casas como si hacerlo me brindara cierta seguridad de la que jamás he gozado. Como algo sí que es seguro y de eso prefiero no hablar, por ahora. Prefiero detener el tiempo y el destino y volver a la casa tomada. Porque ellos, ellos que andan por ahí tomando las habitaciones en la casa, haciendo extraños ruidos. Voy a exorcizar el conjuro que me ha traído hasta aquí. Mi corazón late rapidísimo como un caballo al galope. Hasta aquí he cruzado varios paisajes, disímiles, hasta contradictorios: monumento al soldado, el gauchito gil, paisajes que hablan- a veces - y sólo pájaros que cantan en las ramas. He venido hasta aquí sólo para escuchar los sonidos… de la casa.

¿Sólo para escuchar?…

Porque la casa sigue tomada…


Entonces, sentada en un café elucubro planes, estrategias. Costaría menos si la casa tuviera chimenea. Entrar por el techo y sorprenderlos. A ellos, los que habitan la casa tomada.
Las ventanas están tapiadas, Convertirme en Jane, la chica de Tarzán y entrar con tambores y gritos aferrada a una liana.
Sí, escucho los tambores y los gritos y es de noche. Ellos entonces, vienen…


Vienen marchando con luces y disfraces, cierro los ojos y ahora sé qué es lo que ocurrirá. Estoy ahí hace tanto tiempo…
La música, los silbatos, las panderetas. Lo había olvidado: es Carnaval. Se acerca alguien y me arroja papel picado en la cara: no voy a llorar. Entonces sé que esta es la contraseña para que suba de una vez por todas a la carroza. Pero no es cualquier carroza de este Carnaval, sino la de Orfeo, alguien extiende su mano…- Subí, dice. Tiene los ojos pintados, la cara, el cuerpo. Subo. La carroza sigue el desfile: pasamos por la casa, las ventanas están cerradas. Orfeo tiene su lira en la mano y canta. Apenas me pregunta algo, oigo su voz casi es un susurro. La comparsa sigue, hombres y mujeres bailan con frenesí. Cierro los ojos, ya no sé dónde estoy. El papel picado y las serpentinas caen sobre mi cabeza. En otra carroza un hombre baila. La carroza sigue . Orfeo, digo ¿adónde quiere llevarme?
Orfeo me mira a los ojos, y dice: a la casa tomada.


¡Orfeo! ¡Orfeo! Pasamos por una arboleda y los árboles acarician nuestra cara, nuestra cabeza ¡Orfeo! Está bien aquí. Quiero volver …
Antes vamos a dar un paseo, es Carnaval, dice. Hay que divertirse…


No sé dónde estoy, sigo sin saber, ni quién es este ser disfrazado de Orfeo, ni adónde me lleva, ni adónde voy…


¡Orfeo! Lo llamo, pero no responde. Sólo escucho su voz diciéndome:- no podés volver a la casa tomada.

¿Por qué? Pregunto. Orfeo canta, canta una canción que no comprendo. Porque todo es extrañeza y yo soy una extraña dentro de mi piel…
Estamos en la oscuridad más absoluta, pasamos por varias casas, por la arboleda. El ruido del agua me sobresalta… las olas golpean en la costa. Entonces Orfeo da una orden y la carroza se detiene. Hombres y mujeres se tiran entonces a dormir sobre el pasto, sobre la tierra, en cualquier parte, extenuados de tanto bailar. Los primeros rayos de luz me muestran un paisaje distinto. Orfeo está ahí, conmigo, mirando la salida del sol. Lo miro, permanece impasible, mirando…
¡Orfeo! Lo llamo, y no contesta..
Se da vuelta y me hace señas, me señala el lugar adónde debo ir. Es una piedra y me siento ahí. Me quedo quieta, mirando junto a Orfeo la salida del sol….
Admito ahora que la cara de Orfeo es una máscara.


Orfeo – le digo
¿Qué? Contesta
Quiero ver tu cara sin la máscara.
Eso no es posible – contesta
¿Por qué?
Porque no sé si soy Orfeo si me quito la máscara
¿Cómo haré para saber entonces quíén sos?
Hay que seguir el juego…
Hoy se termina.
¿Qué cosa?
El Carnaval, se termina…
El Carnaval sí, pero la vida no.
Nunca sabré qué sos ni qué juego es éste.
Como la vida ¿no?
Casi
¿Querés volver a casa tomada?
Es sólo una casa
Poblada por fantasmas, vacía
Orfeo no dice nada más.


Es de noche. Debo cruzar el río, me advierten del peligro: hasta llegar a la otra orilla tendrás que atravesar peligros, hay víboras, reptiles, camalotes, ramas, el suelo es fangoso, arena de río negra.
Tengo que ir, digo, como si cumpliera una misión y camino en el agua, de noche, sabiendo que la otra orilla está allá, más allá, lejos, hay que continuar….


Llegada a la otra orilla, atravesados todos los peligros, salgo indemne, el sol lentamente se va reflejando en el río. Miro el brillo del sol en el agua. Son muchos soles dormidos en la superficie y brillan.
Entonces ingreso en un lugar de piedra, una mina de rodocrosita, piedra rosa, brillante, que espeja mi cara y mi cuerpo. Entonces recuerdo los espejos deformantes del parque de diversiones, los autos chocadores… Me gustaba mirarme en esos espejos: era más alta y más flaca, luego más petisa y gorda, pero nunca era yo. Era divertido y siniestro a la vez: mirarse en los espejos y no ver más que una imagen deforme donde nunca era yo. Luego los autos: subirse a ellos para chocar con otros, girar a toda velocidad y conducir mal, estrellarse con otro auto por pura diversión en círculos, en zigzag, nunca en un camino trazado de antemano.


Vuelta a la otra orilla, miro el río, las olas cuando quiero y debo irme Orfeo ya no está. Se ha ido. No sé quién era. Sólo recuerdo su voz y sus palabras: no podés volver a casa tomada, ahora no…
Es mediodía y el sol está en lo alto. Los hombres y las mujeres de la carroza se van despabilando.
Estoy lejos de ahí, me he ido alejando, me llevo conmigo, ellos no saben quién soy. Detengo la mirada por unos momentos en el agua. Algún pájaro se posa en una rama y canta.




Copyright:

Del artículo y las ilustraciones:
©Ángel Brichs Papiol

De las fuentes sobre la biografía y los relatos:

© Araceli Otamendi



Publicado en este blog bajo consentimiento de la autora:

Publicado por ZENIUS en 21:47 
Etiquetas: Colaboradores
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1 comentarios:

luis benítez dijo...
Apreciada Araceli: coincido plenamente con las apreciaciones críticas que introducen a tus tres muy buenos relatos, que leí con interés y placer. Son, ciertamente, piezas muy logradas! Como siempre sucede, de las tres criaturas alguna nos gusta todavía más de lo que nos gustan las otras: en mi caso, el último cuento, Vuelta a la Casa Tomada, me resultó particularmente ENCANTADOR, así, con mayúsculas. Felicitaciones!
Luis Benítez

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