Noche ciega
A Ernesto Sabato
Si no me hubiera encontrado con Germaine, si no me hubiera hablado del video, de los ciegos, de Sabato jamás me hubiera puesto a escribir lo que escribí. Además creía que lo de la televisión era una coincidencia más, pero Germaine me aclaró: se pretende demostrar que la gente cree más en ficciones y menos en realidades. Por supuesto le digo, por supuesto, y sigo sin entender.
Vacilo, doy vueltas, la taza de café, el agua, todo está listo para comenzar. La lapicera apoyada sobre la hoja en blanco. La tinta correrá de prisa, se deslizará y garabateará las letras. La historia está.
Se me había ocurrido una frase genial: “la noche es ciega”. Porque no nos ve. ¿Por qué somos tan ilusos que creemos ver algo adentro de ella? Pero no, es ciega porque es oscura, es negra, es opaca como los ojos de los ciegos. Pobrecitos, tengo una obsesión con el famoso “informe” de Sabato. Un día, no me acuerdo cuál, iba caminando por Florida desde avenida de Mayo hacia Corrientes. Tenía el “informe” intacto en la memoria y me cruzo con un ciego muy joven, delgado y buen mozo que apoyaba sus manos en el bastón blanco. Hacía calor y era temprano, una mañana recién nacida y el ciego esperaba. Me puse a mirar la vidriera de Pierre Cardin y con fantasías al ciego que hubiera jurado que veía. A los diez minutos llegó una chica y se besaron. Se me está haciendo tarde aunque como dijo Bergson el tiempo es una división de la conciencia.
Todo puede ser casualidad. Me encuentro con Germaine. Me pregunta si la vi por televisión y no entiendo nada. Porque la había visto pero no sabía que era ella. Protagonicé un programa sobre Sabato – me dice. Yo era Alejandra. Pero si vos no sos actriz, le digo. ¿Eso qué tiene que ver? – me responde. Y tiene razón. Sigo sin entender nada. Luego me dice: la casa de Sabato era y no era. ¿Qué tiene que ver todo esto? El ciego estaba con la chica. Los dos se fueron caminando tomados del brazo hacia Diagonal Norte donde una vez los vi bajar de un taxi a Borges y a María Kodama. Me acuerdo que él tenía una remera verde esmeralda, no Borges no, el ciego. Y ella un vestido blanco. Era bajita y tenía el pelo castaño oscuro. Ella sí veía. Parecían felices. A los dos días estaba yo en el club esperando a alguien y aparece el ciego con el bastón y la misma remera. Se detiene cerca de la puerta de entrada y se queda ahí muy quieto. Germaine me dice que hay más casualidades y que en la casa de Sabato había vivido su madre cuando era chica y no era de Sabato. En Santos Lugares, al lado vivía Jorge Amado en sus años de exilio en la Argentina. Sigo sin entender. El ciego se encuentra con la chica, se besan, conversan unas palabras y se van. A esta altura de los acontecimientos alguien dirá si el “informe” me ha hecho mal. Y yo digo que no, que es pura casualidad. Tendría que escribir la historia de Paulina, era tan fácil pero ya no sé por qué sigo escribiendo todo esto. Germaine dice que la abuela dice que Jorge Amado era un perverso que se deleitaba mirando a los conejos del jardín, como hacían el amor.
Ay, qué espantoso es viajar en subte. Debía ir a un lugar a comprar unos materiales para un cuadro. Me recomendaron la línea E, frente al Cabildo. Otra coincidencia con el informe. Además esa línea es infame por lo vacía, casi nadie viajaba. No sé por cuánto tiempo evité el subte después de aquél día. Llegué a San Juan y Boedo. Caminé algunas cuadras, compré los materiales y emprendí el regreso. Y otra vez me encuentro con el ciego. Parado en la entrada de una casa vieja, que ni memoria tiene, a su lado un perro, el clásico perro ¿pero cómo me pude olvidar de ese detalle? En el club el ciego también estaba con el animal. Y había un chico junto a él. Era una típica casa baja y chata con patio exterior y sin árboles, qué aburrido. Ya casi, casi estaba por pedir a gritos un exorcismo. Pero no, me quedé por ahí, disimulando no sé qué extrañeza. Durante un rato observé la pasmosa tranquilidad del ciego, su expresión boquiabierta, su sonrisa trágica. Pero esta vez la chica no apareció. Qué tema.
Café, agua con hielo y el sol que quiere atreverse a entrar pero no puede, es rechazado por el vidrio oscuro, una veladura diría si estuviera pintando. ¡Qué lástima! ¿Cómo abandoné mis cuadritos que tanto bien me hacían? Pero el arte no sé quién lo dijo no se hace para el bien de nadie, es una forma de reparar lo irreparable, de juntar piezas rotas, de crecer ¡qué palabra más gastada! Hoy todo el mundo quiere crecer. Como los chicos que quieren ser grandes y después cuando tienen la estatura de mamá o de papá se dan cuenta de que no saben qué hacer con sus vidas. Pero en este momento sí, creo saberlo. Me dio pena verlo así, esperando, con sus anteojos oscuros y una sonrisa extraña. Nunca había oído su voz y la imaginé gutural, como salida de una caverna. Hubiera querido preguntarle algo ¿pero qué? Sería ridículo preguntarle la hora justamente a él ¿y si luego seguía la conversación? ¿qué le diría? Hemos visto innumerables películas donde los ciegos ocultan que han recuperado la vista. ¿Cómo confiar en ellos? Otra tarde en el club. En el bar la había visto a ella acompañada por un hombre joven, no sé si era lindo porque me quedé azorada y enseguida pensé en el ciego, en el perro y en la casa de San Juan y Boedo. No lo conocía pero ¿por qué me lo cruzaba siempre? No sé. Y esa sonrisa extraña en su boca. Comenzó a mover su bastón de izquierda a derecha y al revés, porque viceversa me parece una palabra horrible. Di vuelta la cabeza pero no pude, no pude decirle nada ¿qué tendría que haberle dicho? ¿desde cuándo me importaban las vidas ajenas? La chica tenía el vestido blanco y corto. Era bajita pero bien formada. El ciego pasó el control del portero y caminó junto a su perro y no sé, no sé cómo podía seguir ese pasillo con tantos recovecos y escalones que hay que subir y bajar. Porque ascensores hay muchos. Era la época en que había abandonado la esgrima cansada de soportar que por no entrar en el juego de todas se acuestan con todos, se pasaran películas pornográficas en la pequeña sala de reuniones de la sala de armas. Y después ¿qué te pareció? Y nada ¿qué me va a parecer? Nada. Y tuve el temor de que el ciego llegara hasta aquí, al piso nueve. Se detuvo ante la puerta de la sala. El ruido del acero llamó su atención. Seguramente lo habría escuchado antes. Tuve miedo.
Hicimos un viaje corto a las Caldas da Emperatriz, muy cerca de Florianópolis. Creí que había llegado a Shangri-la. Todo el mundo vestía salida de baño blanca. Piscina de agua mineral interior, piscina exterior, la vegetación que cuelga de cualquier parte y cruza cascaditas y puentes. El vivero, el hotel un paraíso que no se puede creer. Dentro de la habitación un baño con una bañera enorme de donde sale también agua mineral y los consejos: mientras toma un baño de inmersión debe beber dos botellitas de agua que están en la heladera. Antes de dormir jugar al pool, y charlar cafecinho mediante. En la cama mirar la película que pasan por video cable. Y después hacer lo que quieras. Y entre las cosas que se podían hacer estaban darse un masaje. Claro, estuve media hora nadando en la piscina interior, rodeada de enormes helechos naturales, bañándome también con la luz que se filtraba del techo. Tenía turno después. Cuando entré casi me muero. El masajista era un ciego. Tenía anteojos negros. Y esa voz tan particular. ¿Dónde quiere el masaje? En la espalda – le dije. Y me preguntó el nombre. Enseguida me dijo que ese lugar había sido elegido para descansar por una princesa portuguesa que llevaba mi nombre. ¿Qué le pasa? – me dijo. Está tensa. Y sí, lo estaba. ¿Por qué? – insistió. ¿Cómo explicarle mi temor ante los ciegos? Mi desconfianza. ¿Y si ese hombre supuestamente ciego me amasaba la espalda pero mientras no hacía más que mirarme? Yo también soy casado – me dijo. Tuve que sacar conclusiones. Y me sentía molesta. Tenía dedos mágicos que quitaban el dolor de espalda. Cuando quiera vuelva – me dijo. Era joven y feo. Y esos terribles anteojos oscuros. Me puse la salida de baño y caminé un rato por el parque. Luego me senté a tomar un cafecinho en el lobby y un jugo también. Les molestaba servir cafecinhos, será porque son gratis.
Si Van Gogh hubiera sido ciego el mundo hoy sería distinto. Y Antonin Artaud no habría podido escribir lo que escribió. Pero por suerte para los que pudimos ver sus cuadros Van Gogh veía. Aunque no todos los que podemos mirar vemos en realidad lo que creemos que vemos. Y los ciegos deben ver otras cosas que ni siquiera imaginamos. El ciego llegó al noveno piso del club y sintió el perfume de ella. Y acarició su ausencia con los otros sentidos. Se sentó en el lugar donde hacía poco ella hablaba con otro. Desde el teléfono público de afuera, con la monotonía de la hora oficial en mi oído contemplaba la escena. La reconstrucción de los momentos anteriores a través del olfato. El ciego acariciaba al perro sentado a su lado. Y la chica besándose en los pasillos con el otro. Sentí el tintineo de las monedas para hablar por teléfono y el resoplar de un hombre que miraba su reloj y movía impaciente el pie izquierdo haciéndome notar lo prolongado de mi conversación. ¿Cómo explicarle? La risa de la mujer tan lejos del lugar, caminando por la 9 de Julio. Y el ciego no terminaba su café. ¿Cómo decirle todo eso y que el teléfono no era más que una excusa? Colgué el tubo y me fui. El violeta su fundía en el azul y las siluetas de los edificios ya se recortaban en el atardecer de Buenos Aires.
Al lado mío Fernando Vidal Olmos debe ser un poroto. Porque si bien él sabía sobre la confabulación de los ciegos mis temores son más grandes todavía. ¿Y si el romance del ciego y la chica no hubieran sido más que una excusa para llamar mi atención? ¿Por qué Florida 1 esa mañana, por qué cerca de la zapatería y de Pierre Cardin? ¿Acaso sabían que siempre me detenía ahí antes de llegar a la oficina? ¿por qué justamente ese club? ¿por qué la casa de San Juan y Boedo? Y ahora el triángulo. Y las preguntas fueron aumentando hasta un límite intolerable. Y una tarde saturada de humedad y de calor aumentó mi sorpresa. Salí de Perón y Reconquista hacia Florida. Luego Florida hasta Corrientes. Y una más hasta Lavalle. A las siete iríamos al cine. Me encontré con él. A las siete y cuarto empezaba la película. Sentí una voz conocida detrás de mí. Enseguida me dí vuelta y los vi. El ciego y la chica. ¿Cómo explicarle a él todo eso? Vamos, por favor, vamos a otro cine. ¿Pero qué te pasa? No me gusta la película. El tema, el tema es un absurdo, no me interesa. ¿Y ahora qué hago con las entradas? No sé, devolvélas. Y mientras, en el cine, los movimientos del ciego se ejecutaban uno tras otro. Apenas comenzada la película le desabrochaba la blusa a la chica y acariciaba sus pechos carnosos como melones maduros. Ella se excitaba como una gata recién desflorada. Antes de llegar a la mitad de la película salieron del cine. Y cuando ya me había comido las frutas de un trago largo en un boliche de Carlos Pellegrini los vi pasar. Vamos, tenemos que salir de aquí – dije. ¿Adónde? Me miró perplejo. – No sé, hace calor, a tomar aire fresco. Y nos fuimos. Pero habían desaparecido de nuestra vista.
Ya había terminado de repasar todos los temas del examen que rendiría a la noche cuando salí de la biblioteca y me fui a cambiar al vestuario. Nadé un rato en la pileta. El vapor inundaba el ambiente y el griterío de los chicos aumentaba la confusión que ya tenía con las series convergentes y divergentes. Si el término general de la serie tiende a cero – intenté recordar mientras pataleaba en el agua - ¿la serie tiende a cero, a uno o a infinito? Maldito sea, lo había olvidado. Como había olvidado también los extraños sucesos de aquella tarde. El ciego había entrado en la biblioteca y se había sentado frente a una de las largas mesas. Sólo estábamos él, yo y el encargado de la biblioteca, un hombre con cabeza de tortuga y enormes anteojos con aumento, que no hacía más que fumar y mirar el techo.
Y yo con mis cálculos, papeles y libros de análisis matemático. Pues bien, se sentó frente a una de las vitrinas adosadas a las paredes donde se guardan los libros de colección que ni el jefe sabe que existen. Aunque el ciego estaba de espaldas a mí podía ver su cara reflejada en los vidrios. Limpió sus anteojos con un pañuelo que extrajo de un bolsillo. Tal vez le molestaran – pensé. Me llamó la atención que se hubiera puesto saco aquella tarde porque nunca lo había visto vestido así. No podía dejar de mirarlo. Introdujo su mano derecha en el bolsillo y por unos instantes la retuvo ahí. Luego sacó algo. No podía ver qué era. Sólo sé que lo limpiaba con el pañuelo. A través del vidrio me pareció que jugaba con un revólver. Miré hacia donde estaba el encargado. Se había dormido como siempre. Los anteojos del ciego relucían en la vitrina. Ahora sí, era evidente que tenía un revólver entre sus manos ¿estaría cargado? No me importaba. Las armas nunca me gustaron. Me sentí desprotegida como cuando jugaba sola en el patio del colegio de monjas después que todos los chicos se habían ido. Y ni siquiera estaban los ángeles ni los arcángeles, sólo las monjas con sus baberos duros y blancos.
Rápidamente guardé los libros como pude y los otros objetos y me dirigí hacia la puerta. Alguien tocó mi espalda. Me sobresalté. ¿Podría decirme qué hora es? – dijo el ciego. Sí, sí, claro. Las cuatro y media – contesté mientras sostenía el picaporte de la puerta. Supuse que el revólver dormía en su bolsillo y pasé veloz el control de la entrada. El ciego se quedó parado cerca de la puerta como siempre.
Cada vez que paso por La Alameda en la Costanera Sur revive en mí la escena. Porque el lugar tiene misterio. Tan próximos el Museo de la Cárcova, las Nereidas y ese kiosco digno de verse. La fotografía de Gardel tipo almanaque colgada de una heladera industrial, la jaula con el cardenal saltando de una maderita a la otra y el tipo que atiende. La suciedad en todo su esplendor extendiéndose por dondequiera que uno mire. Todo se salva por el fresco en verano y el aroma de los árboles y el pasto.
Aquella tarde bochornosa vi salir rápidamente a la chica. Bajaba la escalera del club como quien se prepara para competir en un concurso de garrocha. Siempre con su pollera corta y el pelo recién lavado. Yo esperaba el ascensor pero volví sobre mis pasos. El ciego, casi al lado de la biblioteca esperaba con el saco puesto. Se besaron y salieron casi enseguida. Ella paró un taxi. Se bajaron en la Avenida Costanera y Belgrano. El la sostenía por la cintura y ella apoyaba la cabeza en el hombro de él. En aquella época las prohibiciones de no estacionar ni detenerse alejaban a los transeúntes, como ésa que estaba en el alambrado, separando la vereda ancha de los escombros y la tierra antes del río. El ciego besaba a la chica embriagándose con su perfume. El vestido levantado de ella y el cuerpo tostado, caliente y juvenil. La noche lo envolvía todo con su color tenebroso pues no había estrellas y la luna se ocultaba tras un círculo de nubes. Dos de los cuatro ojos se acercaron sigilosos ocultándose en la negrura. Y aprovechando el olvido de la pareja uno de los sujetos apuntó con un dedo en la espalda del ciego. Dejámela un ratito – le dijo. Hijo de puta – respondió el ciego. La chica comenzó a correr. Sin saber adonde, tal era la oscuridad y profiriendo gritos de desesperación mientras el ciego la buscaba en vano, el otro se había abalanzado sobre ella. ¡Alto!, deténgase, profirieron las voces y luego varios disparos interrumpieron el canto de los grillos. Cuando amaneció la luz del sol iluminó los rostros inertes y fríos del ciego y la chica tendidos en la vereda.
© Araceli Otamendi
imagen: Calle Corrientes -fotografía de Horacio Coppola (de la muestra en el Malba)
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