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miércoles, 7 de agosto de 2013

Algodón de azúcar rosado





¿Cómo había llegado hasta ahí? solo sabía que estaba frente a un quiosco de diarios y revistas, antes  había corrido  detrás de un vendedor de algodones de azúcar rosados ¿el tiempo era tan fugaz? Era mediodía cuando lo vi a él  y a  sus globos rosados de azúcar,  me apuré, corrí,  seguramente lo alcanzaría, como cuando era una niña. Entonces iba al río y siempre entre  el camino de la playa y la rambla paladeaba hasta empalagarme  el hilo dulce de un algodón de azúcar, me impregnaba las manos, la cara, el pelo, toda pegoteada. Quise saber si lo que estaba viendo no era una visión, como la de los sueños ¿estaba en uno? Y le pregunté:

-  ¿Es azúcar?
-      Sí – dijo el hombre  y siguió caminando.

En la calle los motores de los autos rugían, la gente caminaba rápido, sin decir palabra y yo estaba ahí mirando esos globos de algodón de azúcar rosado, en ese mediodía tan luminoso. Me detuve, el día no me iba a alcanzar si seguía deteniéndome en cada cosa, en cada cara, en cada color que iba llamando mi atención. Y cuando me di vuelta, con la vista había seguido el vuelo de un pájaro,  la imagen del hombre y los globos ya no estaba. Y  ahora ¿qué estaba haciendo ahí, en ese quiosco? Había un hombre leyendo y le pregunté algo, no sé, hablamos de la música de Serú Girán, quién sabe  por qué. La conversación  se había puesto interesante. Seguramente sentí que tenía que volver.  Le  indiqué hacia adónde iba y el hombre dijo que él también iba para el mismo lugar. Me sentí tranquila cuando subimos al vehículo, un tremendo camión, nuevo. Él me dio las llaves y me pidió que tomara el volante, se  sentó en el asiento de al lado, mientras leía. Pensaba que no iba a poder manejar semejante camión,  sería muy pesado, me costaría calcular la distancia en  los caminos angostos, y me costaría doblar las curvas no sin temor. Y sin embargo  conducía bien y rápido, y el hombre leía. Me asombraba yo misma de poder ir por  el camino manejando junto a ese extraño. Me costaba conducir el camión, y pensé en el mito de Sísifo, siempre había que llevar alguna piedra ¿no? Era siempre un volver a empezar. Aun no sabía por qué él confiaba en mí, me había dado las llaves del vehículo y se dejaba llevar. Manejar el camión se me hacía pesado, a veces. Y sin embargo tenía la confianza de ese extraño, con el que había  cruzado apenas unas palabras sobre Serú Girán. Me cansé un poco de hablar de la música progresiva en las pausas que él hacía durante la lectura, después se ocultaba detrás de un libro o de una revista. Todo fue tan rápido, ahora que lo pienso. La conversación sobre música, el viaje, la experiencia de manejar el camión. Tenía mis temores y mis dudas, mi perplejidad cuando debía doblar una curva. Mi anhelo de llegar, y no conducir más.  De pronto  me detuve,  habíamos llegado y quise volver a mi casa. ¿Mi casa? Pero ¿cuál? ¿a qué casa me refería? Y después de todo ¿dónde estaba? Me despedí del hombre, le devolví las llaves, no sin una extraña satisfacción, como quien se despide de un amigo, o tal vez de alguien desconocido,  con pocas palabras, todavía pensando en lo enigmático de la situación.  Llegué a la casa, un lugar donde había vivido hace muchos años, donde se estaba preparando una fiesta y me dirigí a la cocina. Y ahí todo se amontonaba como viejas capas de tiempo, una sobre otra, sin que ninguna quedara clara, diáfana, sin saber si alguna vez las cosas se aclararían ¿pero por qué tendrían que  aclararse? Y salí de ahí perpleja, una vez más, sabiendo que a veces resulta imposible luchar contra ellas. Las cosas son así, a veces, duras como las paredes, blandas como el aire. Caminé un poco, a través de la noche,  sabiendo que llegaría una vez más al río. Y ahí, era finalmente se veían algunas luces, donde se hacía la fiesta, esa fiesta de la cual se hablaba en la casa. Iban llegando  personas  con trajes de noche, con vestidos brillantes, con máscaras, como en un carnaval veneciano. Y después de todo ¿persona no quiere decir máscara? ¿y quiénes se ocultaban detrás de las máscaras? Esperar la llegada del amanecer, como siempre, velado en los sueños, una espera dulce y expectante como la de una madre que espera  un niño, luz de día, luz  tan esperada.
Y de pronto el sol en el río,  apenas una luz,  los pájaros cantan y a lo lejos veía de nuevo al hombre de los globos de azúcar rosado sostenidos como si fuera un gran manojo de flores o un árbol. ¿Correr una vez más  para buscar un algodón de azúcar? el sol ya estaba en lo alto y algunos  reflejos asomaban en la superficie del río, soles diminutos.

La música de Serú Girán, sonaba Canción de celeste,  empecé a caminar tapándome los oídos, sin advertir que  el camino me iba llevando hacia el mismo lugar. Y como Sísifo, debería llevar una piedra, un día, una vez más. 

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

sábado, 1 de diciembre de 2012

El hombre de la Singer


Estaba de moda escribir historias y leerlas en voz alta. Eran los años `80, las flores de la democracia habían revivido y soñaba.
Tal vez por eso imaginaba que podría escribir como Roberto Arlt. Acerca de todo y de nada, acerca de cualquier cosa. Imaginaba historias, observaba ¿para qué más? Entonces entré una tarde a la tienda, una modesta tienda de  un barrio de Buenos Aires, donde un hombre con cara triste vigilaba la puerta. En la vidriera había algunos batones para las señoras que salen a regar las plantas de las macetas de noche y en verano. Y también medias, calzoncillos y camisetas. ¡qué cosa triste! ¿no? todo eso. Pero lo vi triste al hombre, la piel apergaminada, y le pregunté cuánto costaba un camisón o un piyama. El hombre dijo una cifra, me pareció irrisoria y mientras tanto, ya adentro de la tienda, lo estudié.
Le dije que quería algunas camisetas, y una cinta, y ya no recuerdo qué y mientras él iba a buscar adentro de unas cajas observé la Singer. La máquina de coser. El volvió con las cintas y algunos alfileres que también le había pedido para hacer tiempo y se dio cuenta, creo,  del juego:

- ¿Le gusta la máquina? ¿Le interesa? Está a buen precio...

- Me gusta mirarla, me trae recuerdos, pero yo no sé coser ...

El hombre se entristeció más. No quiso escuchar mis argumentos, en realidad no sabía coser de verdad, nunca había aprendido y sin embargo me gustaba mirar esa máquina, como algo de otra época. Como un objeto que había salido del tiempo, como un marciano que hubiera aterrizado ahi en la tienda.

- Mi señora ya no cose más - dijo el hombre.

No le contesté pero el hombre siguió hablando:

- Mi señora no puede coser más porque está ciega y yo atiendo esto, pero ya no se hacen arreglos...

-¡Qué pena! ¿no? - dije

El hombre me miró y alzó los hombros, como si no pudiera hacer nada, como si todas las cartas estuvieran echadas. Puso en una bolsa las camisetas, las  cintas y los alfileres, me cobró y guardó el dinero en una caja. Las vitrinas donde se acumulaban hilos, cintas y medias debían tener unos ¿treinta? ¿cuarenta años? , calculaba. Me despedí del hombre y salí a la calle. Afuera los árboles tenían hojas verdes, era la primavera, y caminé rápido por la vereda sabiendo, que el hombre nunca sabría tal vez, que se había convertido en el tema de una historia.

(c) Araceli Otamendi