Seguidores

domingo, 31 de enero de 2010

Novela - Capítulo 3 - Extraños en la noche de Iemanjá - Araceli Otamendi



Extraños en la noche de Iemanjá- Capítulo 3



                 Después de andar un tiempo por la playa, Ludwig estacionó el jeep entre dos médanos y se estiró en el asiento como un gato. Apenas quedaban unos pocos hombres y mujeres vestidos de blanco esperando la respuesta de Iemanjá, rezaban y la melodía de sus mantras junto  al murmullo del mar acunaron a Ludwig hasta que se durmió. Las huellas de un perro sin amo en la arena húmeda jalonaban el camino libre alrededor del mar. Muchos años antes, Ludwig había pasado un verano ahí, en esa playa. Lo había hecho con Mónica, su ex-mujer, cuando todavía estaban casados y cuando todavía creían en los veranos en los hoteles, y en la filosofía de las canciones populares. El detective sentía el aire nocturno y fresco, y no vio a Lila caminando por la playa sin el monito al hombro ni vio tampoco cómo se desvanecía más tarde la luz de las estrellas en el cielo claro.

                 Ludwig abrió los ojos y vio a lo lejos algunos hombres con sus redes en el agua. En la playa, flores blancas y mustias deshechas por las olas y una larguísima franja marrón de mejillones sobre la arena mojada. También había preservativos, vidrios rotos y botellas vacías de plástico. Se bajó del jeep y estiró las piernas mientras bostezaba como un animal. Después se lavó la cara y la piel tirante por el sol y la sal. Enseguida miró la tarjeta casi robada de la casa de Rosa Té. ¿Tendría que ir primero a la casa de Lila? No lo sabía. Decidió dirigirse a la posada Los hipocampos y puso el jeep en marcha.
                  Mientras andaba en el jeep por la arena, Ludwig se sentía aplastado, pulverizado por el calor blanco del verano. Si no hubiera sido por el monito, pensaba, la otra noche podría haber hablado con Lila acerca de lo que lo había traído a esta playa. Habría podido decirle que él era un detective de la más ínfima categoría y que tenía una oficina en un viejo edificio de la Avenida de Mayo en Buenos Aires. Cómo había comenzado todo aquella tarde. Habían golpeado la puerta de la oficina de Ludwig varias veces antes de que ésta abriera y se encontrara con una mujer menuda, uno sesenta de estatura, de unos cuarenta y cinco años, pelo castaño y grandes ojos grises. Si no hubiera sido por los ojos, pensaba Ludwig, su cara hubiera pasado completamente desapercibida. A no ser por la cirugía que sí se le notaba. Tal vez los pómulos algo inflados como los de una muñeca barbie y la nariz demasiado respingada. Ludwig observó rápidamente el maquillaje: sin duda estaba demasiado pálida en contraste con el color de los brazos que lucían un tono bronceado.
La mujer tenía un vestido color verde, era de marca y zapatos haciendo juego. En una mano sostenía un maletín de cuero blanco. Ludwig la hizo pasar pensando que se había equivocado pero la mirada atenta de la mujer no parecía la de alguien desorientado. Ella entró en la oficina y paseó la mirada por las paredes descascaradas, la ventana enmarcando la luz estridente del día caluroso. Era enero en Buenos Aires y se veía la sombra de las palomas caminando por la barandilla del balcón casi a punto de desprenderse de ese edificio viejo de la Avenida de Mayo. Una de ellas parecía de peltre. Ninguno de los dos había presenciado la escena de un hombre estrangulando una paloma a unos cincuenta metros de ahí. Pero sí lo había hecho una mujer joven, que comía un sandwich sentada en la plaza. El hombre era un vagabundo con ojos desorbitados, se había lanzado sobre el pájaro que comía migas de pan en el suelo y lo había tomado con las manos. Con una mano le retorció el pescuezo, después la dejó tirada y huyó del lugar.       
              Ludwig hizo sentar a la mujer en un sillón, frente a su escritorio. Los dos se quedaron en silencio durante algunos segundos. Después de mirar unos instantes la foto de Marilyn Monroe con los frágiles ojos mirando hacia la cámara, que alguna vez Mónica, su ex-mujer le había regalado, Ludwig dijo:

             - Usted dirá.
             - Vine por dos motivos, señor Ludwig- dijo la mujer casi gritando. Recién entonces Ludwig se dio cuenta que la música del casette de Soda Stéreo seguía sonando a todo volumen. Casi siempre le ocurría eso, ponía la música a todo lo que da y se olvidaba mientras escribía los informes de sus investigaciones en la computadora.
              - Vine por dos motivos - repitió la mujer sentada ahora en el único sillón entero de su oficina. Los demás sillones estaban rotos o desvencijados.
               - Antes que nada, me llamo Marta Agastizabal.
               - La escucho - contestó Ludwig. Pensó en ofrecerle una cerveza de las que guardaba en la heladera, después pensó que era mejor esperar un rato.
                - Hace unos días recibí una llamada de la prefectura del Uruguay, señor Luddwig. Me comunicaron que mi marido había aparecido muerto en una playa. Viajé y en la oficina de la prefectura me entregaron una bolsa de plástico con su jean, su camisa, el cinturón con sus iniciales y los zapatos.
                - ¿Está segura de que pertenecían a su marido?
                - Estoy segura. Pero el cadáver que me mostraron era irreconocible. Estaba destrozado por las rocas. La mujer dijo estas palabras casi con cansancio, como si las hubiera repetido muchas veces en distintos lugares y ahora estuviera hablando para sí misma. Tal vez como una actriz, pensaba Ludwig, que ha ensayado reiteradamente su papel .
                 A Ludwig se le presentó la escena: el cadáver de un hombre flotando en el mar, depositado blandamente en la arena de la playa y recordó las ofrendas a Iemanjá. ¿Qué clase de respuesta de la diosa del mar había sido ésta? Ahora que se aproximaba a la posada Los Hipocampos, la pregunta daba vueltas en su mente y seguía recordando:
                - Si su marido no era ese hombre ¿tiene alguna idea de dónde puede estar?
¿alguna vez se fue de su casa por un tiempo muy largo sin decirle nada?
                Willy Agastizábal no era Wakefield, el personaje de Nathaniel Hawthorne, podría haber dicho Marta. Pero no lo hizo. ¿Quién no tuvo alguna vez ganas de despedirse  del marido o de la mujer por algunos minutos y no volver más?
                - Nunca, señor Ludwig, Willy viajaba durante días, a veces eran meses, pero siempre me llamaba, me decía dónde estaba. Unos días antes de la noticia de recibir la noticia de su muerte, Willy me dijo que tenía un negocio muy grande entre sus manos y que no lo iba a dejar escapar. Willy vivía de sueños, señor Ludwig, era un niño grande dispuesto a creer en un sueño más y más grande.
                La conversación se había empantanado. La mujer estaba seria y Ludwig decidió que era el momento de ofrecerle una cerveza bien fría. Fue hasta la heladera y volvió con dos botellas heladas en una mano. Destapó una y la sirvió en un vaso y se la ofreció a la mujer. Marta Agastizábal bebió el líquido de un trago. Después empezó a hablar mientras Ludwig recién destapaba la otra botella.
                 - ¿Usted cree que su marido no es el muerto encontrado en la playa?
                 - No lo sé, tengo una leve sospecha, una sospecha casi diluida de que él está vivo en alguna parte, se oculta en algún lugar, pero no sé dónde ni cuál puede ser el motivo. Tengo que encontrarlo, señor Ludwig y usted tiene que ayudarme. Y si el muerto es Willy, alguien lo asesinó.
                  - ¿Por qué piensa que soy el indicado para investigar la muerte de su marido?
                  - Porque usted tiene ideas tan absurdas como Willy, señor Ludwig. Ideas tan absurdas y brillantes como él. Willy creía que el triunfo se consigue lo suficientemente a menudo como para que las ideas más absurdas parezcan brillantes.
                   - ¡Un momento! ¿Cómo sabe tantas cosas de mí?
                   - Usted trabajaba en la policía, ahora trabaja por su cuenta y vivir con un trabajo así es absurdo y un éxito al mismo tiempo.
                    Ludwig se sentía sonreir. Le gustaban las palabras que pronunciaba esta mujer. Aunque le parecía que estaba interpretando un papel muy bien estudiado.
¿Acaso no éramos todos actores? Las ideas absurdas con las que triunfan, pensaba Ludwig. Colón, Galileo, Edison y Graham Bell no hubieran hecho ningún descubrimiento si se hubieran ajustado a las ideas de su época, de su momento. El hubiera necesitado una mujer así, como ésa que tenía frente a él. En cambio Mónica, con su terrible lógica, jamás lo había acompañado en ninguna empresa. Ni siquiera cuando se le ocurrió instalar un criadero de pollos en la provincia de Buenos Aires o cuando quiso cultivar zapallos en una chacra. Pero no habían sido más que ideas sin llevar a la práctica.
                    La mujer había abierto el maletín y había depositado los ordenados ladrillos de billetes de cien y de cincuenta dólares sobre el escritorio de Ludwig.
                    - Treinta mil para empezar - dijo Marta Agastizábal.
                    - ¿Por qué piensa que voy a tomar el caso?
                    - Usted fue expulsado de la policía y estuvo en la cárcel por haber matado a una mujer.
                    - Lo primero es verdad, lo segundo es falso.
                    - El juez le otorgó los beneficios de la duda.
                    - Sí, contestó Ludwig.
                    - Yo soy de las que piensan que la duda siempre trae beneficios.
                    Ludwig nunca lo supo pero esa frase fue el inicio de una lealtad. La duda había sido la bandera más importante de la vida del detective. Todos los eslabones de sus fracasos habían sido cincelados por la duda. Una mujer una vez le había dicho:
"Ser el campeón mundial de los perdedores es una forma de ser ganador". Esa misma mujer una hora más tarde lo abandonaba para siempre. Se llamaba Mónica pero ésa es otra historia.
                    - Está bien, dijo Ludwig. - Voy a iniciar la investigación, quiero que me dé más datos, qué clase de amigos tenía, los sitios que frecuentaba, su agenda, quiero que me diga todo lo que sabe.
                     - Willy ya fue dado por muerto por la compañía de seguros, señor Ludwig. Había dejado una póliza de diez millones de dólares que ya cobré.
Quiero que lo encuentre, que encuentre a Willy si está vivo, o si el muerto que encontró la prefectura es él,  quiero que encuentre al asesino de Willy y que lo juzguen. Sólo puedo confiar en alguien que haya estado en la cárcel y que conozca a los criminales. No confío en la policía, ni en abogados ni en nadie.
                     - ¿Por qué piensa que yo soy el hombre indicado para encontrar al asesino de Willy o para encontrar a Willy vivo?
                     -Porque usted me hace dudar y estoy harta de la seguridad, señor Ludwig. Elegirlo a usted puede ser el mayor acierto o el peor error de mi vida.
Ludwig la miró unos momentos sin decir palabra. Después fue hasta la heladera y sacó otras dos botellas de cerveza  y las abrió. Las botellas estaban cubiertas por una capa finísima de hielo que blanqueaba el color oscuro del vidrio. Era una tarde calurosa, afuera la gente caminaba de prisa, mirando fijo hacia ninguna parte. Ludwig puso las botellas sobre el escritorio y ofreció una a Marta Agastizábal. Esta había comenzado a beber y el líquido color oro parecía teñirle los ojos grises, ahora, más relajada buscaba algo en los bolsillos. Después de algunos segundos extrajo un sobre de correo aéreo y lo entregó a Luwig. Éste leyó durante un rato la carta de Willy Agastizábal a su mujer.
                      Estaba escrita con tinta estilográfica y letra grande y apurada. Comenzaba con las palabras: Mi querida Marta y terminaba con las palabras: tu amor Willy. Entre esas palabras se combinaba una mezcla de libertad y remordimientos,  peripecias del viaje y juramentos de amor eterno.
                      - Le pedí que volviera a Buenos Aires, señor Ludwig, se lo pedí a Willy muchas veces, no me gustaba que viajara tanto.
                      -¿Por qué lo hacía?
                      - Ya le dije que Willy era un soñador. Seguramente estaba en busca de una quimera, de un gran sueño.
                      - Y usted sabe algo de ese sueño.
                      - Sí, señor Ludwig, estuve casada con él durante más de veinte años.
                       Marta señaló los billetes ordenadamente apilados en el escritorio de Ludwig. Esa cifra era más de lo que ganaba el detective trabajando durante varios años. El maletín de cuero de la mujer costaba más de lo que él ganaba durante varios meses de trabajo.
                       - Sé que va a encontrar  a Willy vivo o va  a descubrir al criminal - dijo Marta.
                        El detective ató su pelo largo con una bandita elástica sujetando su edad inciera en la cara joven. Después de haberse casado y divorciado, de haber trabajado en la polícía y haber estado en la cárcel acusado de asesinato, después de haber viajado varias veces a Europa y a distintos países de América en otras tantas oportunidades, consideraba que su edad era tan incierta como su vida. Le gustaba vivir así, caminando sobre una cuerda sin red abajo, haciendo equilibrio sólo con sus brazos, con sus pensamientos dirigidos hacia un solo punto: el de no caerse. Le gustaba gozar del peligro, vivir al día con la seguridad plena de no saber jamás lo que iba a hacer una hora más tarde, tal vez diez minutos más tarde.
                        - Está bien, señora Agastizábal. -Voy a aceptar. Voy a hacer todo lo posible por encontrar a Willy o al culpable de la muerte de su marido. Usted va a pagarme los gastos y el pasaje a Uruguay. Ahora quiero que me cuente todo, absolutamente todo lo que usted sabe de Willy. Los amigos, si tenía socios, qué otras relaciones tenía, como vivía. Sí, señora Agastizábal, es la única manera de iniciar la investigación.

                       Marta Agastizábal iba por la cuarta botella de cerveza y ahora había encendido un cigarrillo. Tal vez no le resultaba fácil contarle a un desconocido eso que se le había clavado en el corazón como un estilete.
                        Ludwig miró a la mujer fijamente a la cara y después dijo:
                        - Y si Willy apareciera vivo, ¿usted devolvería esos diez millones de dólares a la compañia de seguros?
                         - Por supuesto, Willy vale mucho más que esa cifra, señor Ludwig.
 (c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados


               

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comente esta nota