Extraños en la noche de Iemanjá
Novela
(fragmento de un capítulo)
Ya en el hotel, veía la cara de un caballo contra el vidrio de la ventana. Tenía los dientes tan blancos como la ropa de las mujeres que limpiaban los bungalows. Me detuve a mirar a una de ellas. Parecía salida de una plantación de café del siglo diecinueve, en algún lugar sureño. Pero no, estábamos en el siglo veinte, casi a fines y la escena se me antojaba irreal. Encendí un cigarrillo en forma casi automática y pensé en una novela de Carlos Fuentes.
Casi enseguida, aparecieron dos mujeres más vestidas de blanco: turbantes blancos en la cabeza, vestidos de una blancura nívea, sus dientes también blancos. Los ojos oscuros miraban fijo, parecían mirar a la distancia y al mirarlos uno recorría un pasillo largo, extremadamente largo y oscuro, casi infinito, seguramente habitado por mujeres de todas las edades, de todas las condiciones sociales, mujeres de piel blanca y también de piel negra. Yo también había habitado algunos de esos pasillos, pensaba. Es más, tenían puerta ¿y eran varias? Cuando quería, podía abrir una de esas puertas y escapar de todo: del desamor, de la soledad, de la violencia, del desprecio. Todas las mujeres, pensaba, teníamos una o varias de esas puertas.
Porque no había peor servidumbre que la esperanza de ser feliz ¿la frase era de Pascal?
Frente a la habitación pasaba un río, un río de aguas azules y sereno, casi ordenado, que desembocaba en el mar. Pensaba si realmente Willy Agastizábal había estado ahí, en ese hotel. Solo o con alguien. Pensaba también si habría mirado el mismo paisaje que ahora yo miraba. Pensaba en el río, en Willy, en quién lo habría matado. Y también pensaba ¿y si hubiera sido Willy solo quien hubiera estado ahí. Era un buen escondite….
(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados
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