Dos ojos brillan como escarabajos en la noche inusualmente cálida de Septiembre. Son oscuros, casi negros y alumbran una carita redonda y fresca, de la niña más chica. Tendrá alrededor de tres años y una expresión dulce y triste a la vez. El pelo es oscuro como los ojos. La otra niña, más grande, tiene el pelo lacio y rojizo, en sus ojos el brillo casi no existe y ocupa su lugar una opacidad gris, por momentos tiene una expresión de angustia. Las dos nenas juegan en un rincón del living, pisos de madera encerados, muebles Luis XVI, todo muy prolijito, todo muy ordenado.
Sentadas en posición de buda visten y desvisten a varios muñecos de plástico. No miran hacia la ventana ni ven el azul profundo del cielo, tal vez ni siquiera escuchan los molestísimos ruidos de los escapes de los autos que corren a toda velocidad por la Avenida Nueve de Julio. El aire, naturalmente viciado de la gran ciudad se ha tornado caliente y hay un aroma dulzón que a lo mejor proviene de los árboles florecidos. Ahora la campanilla del teléfono ha interrumpido el juego. Las niñas dejan lo que estaban haciendo y corren, se abalanzan sobre el aparato. ¡Es mamá! Gritan al unísono. Les gana de mano una muchacha joven, petisa, de cola grande y chata, con forma de pera. Mientras habla, los ojos redondos de la mujer se mueven inquietos, el rasgo más notorio de la cara de la niñera es una pelusa gris que cierra la forma del labio superior. Sí señora, Rosita habla. Bien ¿y usted?
—¿Hola Rosita? ¿Cómo estás? ¿Y las nenas? ¿Están todos bien?
Para entablar esta conversación la mujer ha cruzado el Río de la Plata. No está sola. La mujer parece preocupada, mientras el hombre joven que la acompaña mira el BMW estacionado en el parque. El aroma de los pinos llega a la habitación mezclado con el aire fresco del mar, un mar espumoso, rugiente, hacía llegar su canto. La mujer seguía hablando. Del otro lado, la voz de la niñera llegaba algo confusa. Cruzar el Río de la Plata no es un gran salto pero alivia la presión de los lazos familiares, tal vez diluye algo, cuando se cruza el río parecería que todo queda demasiado lejos. Las habitaciones del hotel están decoradas con gusto. Marcela y su amante ocupan un cuarto empapelado en tonos de azul y violeta. De espaldas Marcela tiene un aire juvenil, el pelo largo, es delgada. De frente, una fina red semejante a una tela de araña delata el roce de los cuarenta o más, tal vez menos, tal vez el efecto del sol. El hombre fuma ahora un cigarrillo. Es joven, alrededor de treinta años, el pelo muy corto. Tiene un aire a Antonio Banderas. Alternadamente mira a Marcela y al BMW estacionado en el parque. Ahora es el turno de Marcela que dice:
—Cuidálas, no las dejes solas para nada, cualquier cosa tenés anotado el número de mamá. Acordáte.
—Sí señora, las voy a cuidar —se escucha apenas la voz de Rosita.
Marcela tiene la voz ronca, a veces cuando se ríe ofrece una sonrisa parecida a la de un caballo. Está harta de inspeccionar negocios, empresas, de caminar todo el día por Buenos Aires e investigar si realmente esas empresas han pagado los impuestos. Desde que se separó del padre de las nenas no tiene otra vida más que ésa, le dice muchas veces a la madre. También soy hija de padres separados, piensa, justificándose. Marcela está a punto de colgar el auricular cuando el hombre se lo quita de la mano y lo cuelga él.
En la cocina todo es muy blanco, el piso, las paredes, el techo. Los muñecos yacen en el suelo exhaustos de jugar. Los muñecos no tienen mamá, tampoco tienen papá. La mamá soy yo —dice la pelirroja—. La risa de las nenas fresca como una naranja recién cortada se interrumpe cuando suena la campanilla del teléfono.—¿Está tu mamá? —dice una voz masculina
—Mi mamá no está, está de vacaciones, se fue a Punta del Este ¿y vos quién sos?
—¿Está Rosita?
—Sí, pero ¿y vos quién sos? Insiste la voz infantil.
—Un amigo, pasáme con Rosita.
El auricular queda suspendido, se hamaca, se desenrosca en un tirabuzón hasta que las manos regordetas de Rosita lo atrapan. Con el auricular apretado contra la oreja, la mujer se sienta en una silla, se distiende con las piernas abiertas mientras habla.
—Sí, estoy con las dos. Hasta el domingo, sí. Solas, sí. No hay problema.
Los cuatro ojos se fijan ahora en los labios de la mujer.
—No, no me dijo, no sé. Sí ... No, no sé, bueno....
La conversación sigue con monosílabos, entrecortada hasta que varios pedacitos de vidrio se esparcen en el piso. Las nenas se miran calladas.
—Tengo que cortar, chau.
—¿Quién era? —preguntan las dos
—Un amigo responde la muchacha mientras recoge los restos de una botella de coca cola.
—¿Qué amigo? Insiste la nena más chica.
—Toni, vos ya lo viste en la plaza.
—¿Ese era Toni? —pregunta la nena más chica con aire
incrédulo.
—Sí ¿qué tiene?
—No me gusta, dice la pelirroja.
—Laváme los dientes —pide la nena más chica.
—¿Por qué no te gusta Toni?
—Es feo, no me gusta.
—¿A vos te gusta? —pregunta la pelirroja.
—Sí, a mi me gusta.
—Laváme los dientes —insiste la nena más chica.
—No es tu amigo, contesta la muchacha mirando a la pelirroja mientras se lame el dedo índice hasta que una gotita de sangre desaparece dentro de la boca. Me salió sangre ¿vieron? Dejemén tranquila y vayan a la cama. Vamos que las voy a acostar. Vamos a dormir y mañana jugamos otra vez.
—Qué me importa dice la pelirroja. Mamá no quiere que llame ningún hombre a casa.
—Está bien, dice Rosita. No tiene nada de malo. Por favor no le vayas a contar.
Las persianas están bajas, las ventanas abiertas. La luna redonda, enorme, se recorta amarilla en el azul profundo de la noche. Las dos nenas duermen abrazadas en la misma cama. Los muñecos están acostados junto a ellas mientras la luz pálida de un perrito de plástico ilumina los objetos del cuarto. Solamente se escucha el sonido apagado, metódico de una gota de agua. A veces ese sonido se combina con otros ruidos que de noche se tornan extraños. Son ruidos que intranquilizan. De vez en cuando los ojos de la pelirroja interceptan un círculo en el techo de la habitación y vuelven a cerrarse. El calor no le permite un sueño tranquilo. La respiración pausada de la nena pequeña calma los miedos de la pelirroja.
Ahora, el sonido de una llave girando en la puerta de calle interrumpe algo del silencio nocturno. Sostiene la llave una mano ruda, de dedos nudosos y piel brillante. Un cigarrillo muere aplastado por una zapatilla blanca, de suela de goma y de marca. Los pisos van pasando y la luz del tablero cambia de lugar hasta llegar al piso trece. El hombre se mete la mano en el bolsillo y cuenta algunas monedas. Segundos después introduce la mano dentro de la campera y toca el arma debajo del sobaco.
La luz del tablero indica el piso trece. La puerta apenas hace ruido cuando Rosita la abre. Apenas se besan, caminan rápidamente hasta el cuarto.
La pelirroja ha abierto apenas la puerta del dormitorio, apenas para ver a Rosita y al hombre entrando en la habitación. Ahora no sólo la gota de agua interrumpe el silencio nocturno, también hay ahora ruidos distintos, como los de una lucha cuerpo a cuerpo. La pelirroja está sentada en la cama. ¿Escuchás? le dice a la nena más chica. Afuera hay un fantasma. Tengo miedo, dice la otra nena. Mamá no está dice la pelirroja. ¿Y Rosita? ¿dónde está? Pregunta. Quiero que venga mamá, dice la nena.
Shhh, chista la pelirroja imitando el sonido de una lechuza. Calláte que hay un hombre, está con Rosita. Si me dijiste que había un fantasma. Lo dije para que te despertaras. Hay un hombre y está en la pieza con Rosita. Tengo miedo dice la nena más chica. ¿Y si nos mata? Esperá, esperá, dice la pelirroja. Si no se va enseguida, llamamos a la abuela. ¿Por qué no la llamamos ahora? dice la nena más chica. Está bien, vamos a llamarla.
Las dos nenas caminan descalzas, sigilosas hasta la cocina. Ahí está el teléfono. Mientras la pelirroja marca los números la nena más chica mira la puerta, cerrada sin llave. En la casa hay ahora un silencio absoluto. Solamente el ruido del motor de la heladera se escucha rítmico. La nena más chica se detiene a observar los imanes, son de formas variadas: frutillas, peras, heidi, snoopy, y hasta un ratón hecho de caracoles comprado en una playa del Uruguay. En la casa de la abuela el teléfono suena una y otra vez. Sonará varias veces más. La casa sigue en silencio, un silencio interrumpido apenas por el goteo de una canilla.
(c) Araceli Otamendi
* Septiembre, un buen fin de semana pertenece a la serie de cuentos "Tardes de madres" de la autora
Querida Araceli: Hermosa lectura, con gusto a ¡siga....Felicitaciones.
ResponderEliminarSarita Vigna
¡Muchas gracias! Sarita, un abrazo.
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