El cuento Con la red que escribí en los años ´80, fue publicado en:
Suplemento La Palabra, diario La Opinión de Rafaela, Provincia de Santa Fe - en su edición gráfica y en la web -, en la revista Literatura del mañana (Barcelona, España) y en la revista Litoral-e (México). Con mi agradecimiento a los editores de estos medios, publico aquí además del cuento la introducción que se publicó en Literatura del mañana:
Con la red
Introducción
Les presentamos el cuento "Con la red", de nuestra autora y colaboradora argentina, la escritora Araceli Otamendi. Este relato fue publicado en el Suplemento literario La Palabra, del diario La Opinión, de la Provincia de Santa Fe, hace ya algunos años, y representa -al menos para nosotros- uno de los mejores cuentos que nos han remitido a esta edición hasta la fecha.
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En él, Otamendi, describe de forma portentosa, amena, rápida y sin rodeos expresivos de difícil entendimiento, aquello que los renacentistas admitieron otrora como el "beatus ille", el paraíso ideal donde el artista crea, exiliado del mundo terrenal, creando su cosmos perfecto. Sin embargo, ello no es posible en el cáotico y enjundioso mundo en que vive la protagonista. Un entorno exasperante que destruye toda posibilidad de recreación idílica, creando un impulso intermitente de ansiedad y ritmo frenético que tan solo tiene acceso vedado en el cerebro del personaje. Allí existe aún la calma, pero es inquieta, y dibuja una tenue sonrisa que, poco a poco no tardará en desaparecer.
Con la red
"Algunos tienen en la vida un gran sueño y no logran sostenerlo. Otros no tienen en la vida ningún sueño, y tampoco logran sostenerlo" Fernando Pessoa
Buenos Aires, 1986
Las once. Esta es mi hora. Es la hora que me gusta de la noche, que me atrae, que me atrapa. Ahora es la hora de escribir. El tren. Se llamará el tren. El teléfono ha dejado de sonar. Por suerte. El sonido es furioso, incesante, perturbador, insistente. No he querido atenderlo. No quiero saber por qué intentan hablar. O mejor sí, creo saberlo. Hablar a esta hora en que escribo, no, no quiero hablar. De noche, en esta ciudad maldita y amada, atrayente y perturbadora el silencio se hace de golpe. Cae una red suspendida del espacio y lo atrapa todo, el silencio es un come-ruidos-¡Qué palabra!- los devora, los tritura en su inmenso estómago, los deglute y es aprisionador. Los aprisiona y se lo agradezco porque gracias a él puedo escribir en mi computadora. ¿La realidad copia a la ficción? ¿La ficción copia a la realidad? ¿Qué sucede cuando las imágenes de los sueños parecen penetrar en lo real? ¿Se apoderan de ella? ¿Existe un espacio secreto entre la realidad y el sueño? ¿Hay en cada uno de nosotros un lugar para ese espacio? Ahora voy en un tren, inexplicablemente estoy ahí, pero lo acepto. Algunos hombres disfrazados, desfiguradas sus caras como máscaras viajan colgados de los estribos del último vagón. Afuera las hojas ocres, doradas y tenuemente rojas viajan en dirección contraria. Alguien, una voz secreta me dice al oido: tu punto de destino es Schumann. No conozco ninguna ciudad con ese nombre pero sí un compositor. Escuchá música clásica, clásica, clásica. En mis oídos resuenan esas palabras repetidas en la infancia. Un recuerdo infantil, lo desecho. Beethoven me parecía triste, odiaba su música, por suerte llegaron los Beatles. ¿Si mi destino fuera llegar a Schumann? ¿Qué quiere decir? El también se obsesionó con la literatura.
Si pudiera escribir de manera tan simple como los cálculos y fórmulas matemáticas donde apenas con algunos signos se puede expresar que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos en el triángulo rectángulo sin decir todo esto, me acercaría a un estado parecido a la felicidad. Pero no, estoy llena de palabras, de significantes que desbordan a veces sin poder atraparlos. Palabras que hay que atrapar como esas pelotitas que saltan enloquecidas en un juego de parque de diversiones, a las que hay que atrapar con una red, a ver quién atrapa más, la gente aprieta los labios y trata de mantener firme el pulso, a ver quién atrapa más y el que gana es que logra reunir más cantidad. Yo quisiera ensartar la menor cantidad y así expresarlo todo.
Viajar en auto puede ser peligroso. No hay nada tan inofensivo como andar en auto por las calles del centro. Andar por andar sin ningún motivo especial. Vulgarmente se llama dar una vuelta. La tarde está pintada de gris. La ciudad se ha vuelto una paleta de grises, no tiene luces, no tiene brillo. Tres hombres vestidos con traje y corbata nos detienen. Estoy con mi novio. Los tres nos miran serios, inexpresivos. Una extraña inquietud se apodera de mí. No hay motivos para detenerlos, dicen. Tampoco hay motivos para dejarlos circular.
Viajar en auto puede ser peligroso. No hay nada tan inofensivo como andar en auto por las calles del centro. Andar por andar sin ningún motivo especial. Vulgarmente se llama dar una vuelta. La tarde está pintada de gris. La ciudad se ha vuelto una paleta de grises, no tiene luces, no tiene brillo. Tres hombres vestidos con traje y corbata nos detienen. Estoy con mi novio. Los tres nos miran serios, inexpresivos. Una extraña inquietud se apodera de mí. No hay motivos para detenerlos, dicen. Tampoco hay motivos para dejarlos circular.
¿Cuáles son los motivos? Pienso en ese momento. Y enseguida arguyo: soy una buena mujer, no he matado a nadie, no he traicionado, no he robado. Soy una buena esposa, una buena madre, una buena amiga. Fuí una buena empleada, una buena estudiante. ¿Por qué me detienen? Soy una buena ciudadana. ¿No se da cuenta? Usted es sólo eso, me dicen. Una transeúnte. Y no hay motivos para andar por acá. ¿Comprende? En realidad no, no entiendo nada. Dejen el auto con las puertas abiertas y váyanse. Lo dejamos ahí, los tres hombres suben al auto. Ni siquiera miramos hacia atrás, como Lot, sin el miedo a convertirme o a convertir a nadie en una estatua de sal. Nos alejamos rápido del lugar. Aparecemos en Florida y Rivadavia. Se hizo de noche. Apenas hay algunas luces prendidas. No nos importa dejar nada atrás. Todo queda como detenido en el tiempo. Los hombres se van en el auto. Escuchamos el ruido del escape. Ni siquiera hablamos. Caminamos apresuradamente por Florida. A medida que avanzamos mi desasosiego aumenta. Es necesario encontrar un lugar. ¿Para qué? A veces me pregunto. Tengo la sensación extraña, incierta de que ocurrirá algo inminente. Algo así como un avión que cae, una explosión, una tormenta, un huracán. Entre la gente que camina por ahí no es posible ver nada. Aparecemos en una iglesia. Una mujer cierra las puertas y las ventanas. Nuestros ojos se cruzan con otros y se intercambian miradas de asombro. Otra mujer que no alcanzo a distinguir bien dice con voz de flauta: ahora vamos a rezar. Vamos a entonar un himno. Todos los que estamos ahí nos miramos sin saber qué hacer. Nadie recuerda cómo se reza. Tengo una rarísima sensación de inquietud. Creo que nunca supe cómo se rezaba. Es una situación absurda y angustiosa. Me siento aprisionada. Estoy aprisionada en ese lugar tan oscuro, donde todo huele a incienso. Igual a cuando era chica y debía cantar en el coro de la misa, todos los días cuando concurría a clases. Entonces una de las monjas ejecutaba himnos en un órgano desafinado y lo único que yo deseaba era escapar de ahí, si fuera posible volando. Quería transformarme en un pájaro.
Soñaba despierta con volar desde el coro y escapar por una ventana. Sin saber cómo ni por qué aparezco en un lugar oscuro y abierto. Un espacio inexplicable. Se escucha una música estridente. Hombres y mujeres vestidos de negro bailan rock and roll. Me niego a participar de esa danza. Aunque me llaman. Ese no es mi tiempo. Ya superé la estridencia, las luces sicodélicas, las luces negras, la atmósfera asfixiante y un buen día dije no va más y como en el casino, no fue más.
Tengo necesidad de tomar un café para seguir escribiendo.
Soñaba despierta con volar desde el coro y escapar por una ventana. Sin saber cómo ni por qué aparezco en un lugar oscuro y abierto. Un espacio inexplicable. Se escucha una música estridente. Hombres y mujeres vestidos de negro bailan rock and roll. Me niego a participar de esa danza. Aunque me llaman. Ese no es mi tiempo. Ya superé la estridencia, las luces sicodélicas, las luces negras, la atmósfera asfixiante y un buen día dije no va más y como en el casino, no fue más.
Tengo necesidad de tomar un café para seguir escribiendo.
Al costado hay un camino oscuro por el que no puedo internarme. Una fila de chicos con máscaras interrumpe sorpresivamente el ensimismamiento en que estaba. ¿Por qué los chicos tienen máscaras? A lo mejor no son chicos, son pigmeos. Enseguida me acuerdo de algo que leí. El hombre que compró la isla de Manhattan fue estafado por unos indios. Los verdaderos dueños de la isla espiaban en el bosque durante la transacción. Y el muy tonto de Peter, que así se llamaba, les creyó. Yo también he deseado creer, creer en algo. Alguien, no sé quien es me dice: ¿cómo va tu relación con Dios?
Como si lo hubiera estado esperando digo: hablemos de Dios. Ahora navego en un barco medio deshecho pero no estoy sola ahí. Somos varios. Atravesamos un río revuelto, una tormenta cae sobre nosotros. El viento agita el agua, el barco, a todos, vamos a la deriva. El río es una inmensidad marrón, me pregunto si esa es nuestra vida o tan solo un pedazo. ¿La vida es eso, navegar? Nos internamos ahora por un riacho, entre las islas. Es de noche y casi a tientas buscamos el camino que nos permita salir de ahí. No se ve casi nada. Sé que el río es marrón y es opaco. Casi como la tierra. En ese momento, desesperadamente quiero acordarme de una poesía de Walt Whitman. Algo que me hable de su manera de ver las cosas. Tengo la sensación de que en cualquier momento la nave se va a partir en mil pedazos. Y sin embargo me empecino en seguir. Habré dormido noches, años. Inesperadamente se hace de día, llegamos a tierra firme. Salió el sol. Siempre, sin saber cómo, el amanecer llega. Entonces inicio otra etapa.
Por algún lado encuentro una poesía, la escribe un personaje de una novela que comencé hace algún tiempo. El marido se ha ido, ¡otra vez el sonsonete! con una mujer treinta años menor. Viven en la casa de enfrente, él y su amante. La mujer los ve por la ventana. La poesía termina así: "fue el infinito el límite de mi inocencia. Creí que vendrías una tarde cualquiera". El personaje me aburre mortalmente. No lo aguanto, ese personaje está muerto, tan muerto como decía Henry Miller: todos estamos vacíos y muertos aquí en Villa Borghese. Pienso que en Buenos Aires ni siquiera estamos así, sino hundidos, varados en una ciénaga de cemento. Europa se pudre, dice Miller. Una vez estuve en el aeropuerto. Ezeiza. El avión ya salía, vía Roma. El hombre me miró con autoridad, con firmeza. Falta una firma, me dijo, ¿no ve? No entiendo, dije. Falta una firma más. Quiero irme, quiero tomar el avión que se va, digo. Y él me responde: jódase. El avión vía Roma no sale, tengo que conseguir esa firma. Pero pierdo el pasaje, el pasaporte tardará dos o tres días. Recuerdo al hombre, nadie pudo hacer nada. El jefe del aeropuerto sonreía: será un error, y esa palabra: jódase. Algo se pudre irremediablemente.
Sin saber cómo se ha abierto una ventana color beige. Tal vez alguien pudo dibujarla. Está a otra altura de dónde estoy, más arriba. Estoy en el foso de algún teatro, las piernas de las bailarinas se mueven en un cuadro bellísimo. No quiero que me envidien el sueño, los colores han sido modelados y todos armonizan, rosas, amarillos, tierras, celeste. La música irrumpe en la escena, todo es mágico. No debo salir de ahí, me quedo mirando el espectáculo, las bailarinas siguen bailando, me despierto. El sol ya se entrometió en mi cuarto. Es un nuevo día, la función debe continuar.
Copyright:
Del relato:
Araceli Otamendi©