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martes, 6 de marzo de 2012

Extraños en la noche de Iemanjá - novela (fragmento)


















El bar de Pirata estaba lleno, no había ninguna mesa libre y Lila divisó a su amigo Miguel, el artista, sentado en una mesa cerca de la barra junto a otras dos personas y se acercó. Intuyó el tema de la conversación. No era difícil hacerlo, casi siempre Miguel y sus amigos hablaban de lo mismo. El arte, la pintura, el arte conceptual, las galerías, las bienales, los nuevos lenguajes. Lila lo saludó a Miguel y él le presentó a la pareja que lo acompañba. Eran una mujer y un hombre con aspecto de excéntricos: los dos usaban anteojos con marcos de colores fosforescentes y ella parecía Bette Davis pero más joven. Él tenía un aire a Humprey Bogart, tal vez un poco desubicado. ¿Se habrían equivocado de bar o de película? tal vez. El mozo se acercó a tomar el pedido, ellos recién llegaban también, dijo Miguel. Y Lila decidió pedir algo para comer. Desde la barra, Pirata, con su melena roja observaba a los clientes y el movimiento del bar, sin perderse ningún detalle.
Enseguida Lila advirtió en una mesa, al fondo, al hijo de Rosa Té. Estaba muy bien acompañado, por una mujer de melena corta y rubia, bastante grandota, y él parecía hablar animado. Entonces ¿por qué había venido Rosa Té a inquietarla esa noche? ¿Por qué la psicoanalista no se bancaba una frustración amorosa del hijo? y ella, Lila ¿qué tenía qué ver con esa historia? Tal vez esa mujer que acompañaba al hijo de Rosa Té fuera la mujer con la que había vivido una historia amorosa y que había terminado en ruptura. Tal vez no. Y eso ¿tenía algo que ver con ella? No, se contestó, mientras el mozo le servía una cerveza bien fría y veía a Miguel conversando muy animado con el hombre y la mujer que los acompañaban. Estaba absorta en la historia que Rosa Té le había contado. Y ella misma se asombraba por tener que escuchar las historias que otros le contaban. ¿Y ese no era acaso su oficio? Escuchar historias, sí, cuántas veces en su vida las había escuchado. Y a veces había que escuchar historias de personas reales y a veces había que inventarlas. Estaba segura que su amiga aparecería mañana o cualquier otro día, para hablarle del hijo y de lo mal que estaba. Y ella ¿qué podía decirle? Lo acompañaba una mujer tremendamente atractiva, mucho más alta que él y él parecía estar fascinado. Pero ¿tenía derecho a hacer algo así? Eso era meterse en las vidas ajenas. Y realmente, todas esas vidas, las de ficción y las que le contaban, se iban metiendo en su vida, en sus pensamientos, ocupando un espacio que en su mente el olvido no parecía querer dejar. Porque para que haya pasado tiene que haber olvido y el olvido no llegaba. El presente, que no se convertía en pasado, siempre estaba ahí, empañándolo todo. El pasado no llega a ser verdaderamente pasado para nosotros hasta que no lo olvidamos. Lo comprendió muy bien esa noche. Cuando alguien más llegó hasta la mesa donde conversaba con Miguel y con sus dos amigos. Lo comprendió muy bien, eso del pasado, que no habia sido abolido, ni siquiera borrado, cuando Miguel invitó a sentarse a la mesa a ese hombre ¿tal vez otro amigo? y entonces pronunció su nombre. El nombre del umbral, pensaba Lila, el nombre secreto, que sólo ella conocía, que siempre podría abrir la puerta, entrar en el misterio de su vida, herméticamente cerrada para casi todos. Y sintió entonces un extraño pavor.






(c) Araceli Otamendi - todos los derechos reservados

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