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viernes, 17 de septiembre de 2010

Extraños en la noche de Iemanjá - Capítulo 8 (fragmento)

Extraños en la noche de Iemanjá - Capítulo 8 (fragmento)


También Ludwig pensaba en el odio, esa pasión triste según Spinoza, el odio que vive en distintas formas y generalmente no se deja aprisionar por las palabras, tiene claroscuros como las fotografías, flujos, movimientos, como ese barco donde navegaban. El odio, ese sentimiento que consigue a veces, hasta desear realmente la muerte de una persona. Pero esta última frase no la había dicho, se la había guardado. Esperaría, en cambio dijo:
                 - ¿Apareció alguna mujer?
                 - No sé - contestó Marta. - Pero hubo alguien
                 -¿En su vida?
                 - Tal vez - dijo ella, parecía arrepentida de haberlo dicho.
                 
                 El detective no pareció sorprenderse ante esta última frase. Seguramente esperaba algo así. Estaban en aguas peligrosas se dijo. Los dos se quedaron callados, para no mirarse a los ojos. Sus miradas fueron de objeto en objeto hasta que la mirada de los dos se posó en una gota que caía por la canilla. Enseguida se escuchó el ruido de una lata que caía por la escalera. La mirada del detective fue hasta el ojo de buey. Ludwig levantó la lata de cerveza vacía y él y Marta se incorporaron y fueron hasta la cubierta. Ahí vieron como Mario Bruno dormitaba al lado de Cintia. Los dos estaban sentados contra las sogas de la cubierta. Cintia se había cerrado ahora los botones de la camisa y miraba el mar. Ludwig se acercó a Cintia  con la lata vacía en la mano y dijo:

               - Se le cayó esto.
               Cintia miró al detective con un gesto de desprecio, tomó la lata de cerveza y la arrojó al mar. Fue entonces cuando Marta dijo:

                - Algo más para contaminar el agua.
                Ludwig quiso detener la pelea en que seguramente se enfrascarían las dos mujeres y dijo:

                  - La lata seguramente irá al fondo del mar y se convertirá en el nido de los huevos de algún pez.
                  Marta le dedicó una mirada de odio a Cintia y Ludwig pensó que a pesar de la incipiente tormenta que se desataría entre las dos mujeres se sentía alegre. Siempre le ocurría eso cuando una mujer le confesaba sus secretos. Se convertía en un mago poderoso que podía jugar en su mente con los secretos de otros. ¿Acaso los psicoanalistas, los médicos, los abogados, los sacerdotes no hacían lo mismo? ¿Hasta cuándo podían guardar un secreto? ¿Por qué él que era un detective de ínfima categoría no podía hacer lo mismo? Pero no podía seguir pensando, un grito de Cintia lo había interrumpido. La chica se había acercado a la barandilla de cubierta y se asomaba como si quisiera arrojarse al mar y señalaba algo en el agua.

 (c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

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