"Escribir es la manera de quien tiene la palabra como una carnada: la palabra pescando lo que no es palabra...".
Clarice Lispector
Cuando era chica creía que alguien siempre me miraba, a toda hora, no es una broma.
Es la mañana, camino por una avenida llena, autos, colectivos, personas que caminan en general rápido. Hay sol, el día es una promesa, hay viento, no muy fuerte, hay humedad, poca, siento en el cuerpo, en la cara, esa humedad. El cielo es azul, diáfano. Al llegar a una esquina una mujer descalza, pantalón gris casi hasta las rodillas y un saco que tal vez haya sido de un hombre. La mujer se agacha en una esquina se lava rápido la cara en un charco y sigue caminando. La miro cómo se aleja, se va. Me pregunto si alguien más la ha visto. Es una mujer joven, camina, a la distancia se ve la figura, casi una sombra. Después, enseguida miro el charco. El agua parece limpia. Me dan ganas de preguntar si alguien vio a esa mujer ¿pero a quien? Tan rápido fue el gesto de lavarse la cara en ese charco, tan fugaz, algo así como un sueño. Hay que desandar el camino, entrar en la memoria de los sueños, preguntarse qué pasó anoche por ejemplo. Honestamente no sé por qué alguien ¿quién? no sé, me entrega en la palma de la mano una pequeña criatura humana envuelta en una hoja verde de un árbol. Puedo sostenerla en una mano, la miro, la toco apenas, llora, llora mucho y apenas se escucha el llanto. ¿Qué hago yo, a esta altura de mi vida con esa beba - lo único que hace es llorar - y cabe en una mano? Está desnuda, cubierta sólo por la hoja verde, como si fuera una flor rosa o una planta. No sé, la sostengo hasta que una luz me indica ir hacia otro lado. El deseo me impulsa y voy hacia un jardín, espero ver maduros los higos colgados de las ramas, intactos. La higuera poblada de hojas y de frutos. Me gustan mucho los árboles frutales. Me quedo al lado del río mirando el agua, el cielo, los barcos y los pájaros. La brisa me acaricia el cuerpo, el calor de la tierra y el verde del pasto me sostienen, la luz del sol oblicua tiñe de amarillo intenso las hierbas.Y así esperé una vez todo el verano para ver maduros los higos, hacía tiempo, escuchando el canto de los pájaros. El hielo en cubos, el agua fría, calmaba la sed. Hay muchas personas ahi, y luego cuando la luz se retira y la noche va llegando lenta, los pájaros ya se han comido los higos, los han picoteado, y las frutas así deshechas se lucen en las ramas .... También vi a dos pájaros pelearse salvaje, abiertamente, a los gritos por un pez en el agua hasta que uno inexorablemente se engulló el pez y el otro se quedó mirando. Y si como dice Borges "después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora" esperé un colectivo en la calle, no sabía adonde iba a llevarme. Después de andar algunas cuadras, subieron cuatro jóvenes, dos chicos y dos chicas vestidos de negro, apariencia de emos. Uno de los chicos tiene una especie de pulsera de cuero adornada con larguísimos clavos de unos diez centímetros o más. A él le resulta indiferente que yo clave la mirada en ese objeto, no sé cómo llamarlo. Ojalá no se mueva, pienso, ojalá no mueva la mano hacia ningún lado. Sé que los emos son una tribu urbana. Y a lo mejor, pienso, la mujer que se lavó la cara en un charco pertenezca a alguna tribu urbana ... pero no era emo, no lo parecía, iba descalza, apenas vestida con ese viejo traje. Puedo sentarme ahora cerca del río y buscarle una interpretación tanto a los sueños como a los hechos. Tengo a mi lado un libro de cuentos de Clarice Lispector: "escribir es la manera de quien tiene la palabra como una carnada: la palabra pescando lo que no es palabra..." dice.
Es una maravilla la tarde, el color canela del río, el agua calma, hombres y mujeres pescan y yo quiero pescar también, pescar lo que no es palabra para decir. Para decirme algo, no sé. La delicia de una tarde junto al río, puedo leer un cuento y pensar. Puedo leer, y mirar como un barco navega alejándose. Puedo dejar de pensar en esa mujer que vi una mañana lavarse la cara en el charco de una esquina y no lo hago.
Salgo a caminar y unas flores grandes, rojas de un malvón crecido, enorme, solicitan mi atención. Dejo que la mirada se quede en esas flores durante algunos segundos, reconozco que el encuentro con la colorida planta es el cierre de una tarde especial, pienso en el color del río, en la brisa suave y en el libro de Clarice Lispector. Después me voy caminando, alejándome del río y de la vida salvaje de esos pájaros, de los higos comidos a medias, del suave olor del agua, de una tarde que hubiera merecido llamarse color siena tostada, como el de los retratos.
(c)Araceli Otamendi
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