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martes, 4 de enero de 2011

Extraños en la noche de Iemanjá - Capítulo 10 - fragmento



Capítulo 10 (fragmento)


Aunque destestaba viajar en avión y eso había sido culpa de Mario Bruno, pensaba, esta vez no había tenido más remedio que hacerlo. Mario Bruno le había transmitido su miedo, su ansiedad por estar a tantos metros de altura. El prefería el agua, la tierra ¿y yo? ¿hasta cuándo se iba a hacer eco de las preferencias de él? ¿hasta cuándo iba a acatar las preferencias de su compañero? Había preferido llamarlo así: compañero. Ni marido, ni novio, ni amante. Compañero y punto. Porque eso había sido después de todo, porque eso sería cualquier hombre para ella: un compañero. Ahora se había ido, no soportaba más la violencia ni los arranques de odio de su compañero. No soportaba más nada, se dijo. Se había ido y excepto Ludwig, ese curioso detective disfrazado de guía de turismo, nadie lo sabría. Nadie sabría el destino al que iba a arribar dentro de muy pocos minutos. La mujer del asiento de al lado tiene un libro en las manos. Parece una novela. Y la autora es mujer, se fijó. Una novela romántica, decía en la tapa. Y eso la enfureció: pero esta mujer no sabe que está leyendo cualquier cosa, caramelos, chocolates, ¡mi Dios! Pidió permiso para salir de ahí hacia el pasillo. Un pasillo angosto donde las azafatas iban y venían con un carrito de metal bastante pesado, parecía. Abrió la puerta del baño y entró. El espejo devolvía la imagen de una mujer demacrada, pálida. Tendría que pintarse los labios. El pantalón le ajustaba. Casi no se lo podía cerrar. Apenas podía maniobrar entre la cartera colgada del hombro, los anteojos, el lápiz labial y el movimiento del avión. Quería refrescarse, se lavó apenas la cara con un chorrito de agua. Estaba tan pálida, tan espectral como desde hacía meses, cuando le empezó a rondar la idea de abandonar a Mario Bruno e irse de ahí para siempre…¿Y después de todo, quién tenía que saber su destino? ¿Acaso no se había arreglado prácticamente sola toda su vida? ¿Acaso no había tenido nunca nadie a quien confesarle sus sentimientos cuando se sentía herida, sola, abandonada? ¿Qué temía ahora? El avión empezó a moverse, a inclinarse tal vez demasiado… pensaba Cintia. Cintia, pensaba, me hubiera llamado Marta, María, Marcela, cualquier nombre pero no Cintia. Cintia sonaba a bebé, a niña, a mujer joven. Y ella ya estaba cansada de ese papel. Quería ser una mujer a secas, sin diminutivos, sin adjetivos. Una mujer…

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados

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