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jueves, 6 de enero de 2011

Extraños en la noche de Iemanjá - Capítulo 12 - fragmento



Extraños en la noche de Iemanjá – Capítulo 12 (fragmento)

...¿Se iba a quedar en el medio del río, a mitad de camino? Jamás, jamás, pensaba.
Nunca haría eso. Mientras la azafata lo miraba y le preguntaba al mismo tiempo qué iba a tomar y él se preguntaba si era la misma mujer que conoció hacía un tiempo en Buenos Aires, en la academia de tango. Ella era tan bonita, tan hermosa como esta mujer que tenía ahora al lado, claro que la azafata tenía el uniforme de la compañía aérea y el peinado hacia atrás y parecía solemne. ¿Por qué había ido a esa academia de tango? Es que tenía un caso de averiguación o de robo, ya ni siquiera se acordaba bien. Pero estaba siguiendo a alguien y recaló ahí y tuvo que aprender a bailar el tango. Entonces la conoció. Era tan hermosa, se dijo. Rubia, de ojos azules, como una muñeca. Tal vez como su tía, pensaba. Tan hermosa, nunca había conocido a una mujer así y ahora la tenía nuevamente junto a él. Ella lo miraba ¿qué va a tomar? Café, té… café – dijo él. Entonces, por la mirada y el brillo que iluminaba los ojos de la azafata se dio cuenta de que era ella, la misma mujer que había conocido en la academia de tango.

Ella le había preguntado entonces, cuando aprendían a bailar tango, por Eva Perón, por el Che. Él le recomendó varios libros. Ella quería leer biografías de argentinos, también de Carlos Gardel. Él jamás aprendería a bailar el tango. No le interesaba, era de otra generación. A duras penas podía bailar alguna música de rock. Pero siempre la iba a recordar, a esa mujer tan bonita que le recordaba a su tía.
Ella le confesó, tomando un café en la academia, que era casada y tenía marido y dos hijos, uno de ellos era bebé. Había tenido que trabajar de azafata porque no tenía más remedio, el marido, un europeo, no tenía trabajo, lo había perdido todo y ahora él se encargaba de atender la casa y los hijos. Ella se reía pero se veía que en el fondo no era feliz. Volando y volando, dejando la casa y los hijos en manos de él, su segundo marido. ¿Por qué quería bailar tango entonces? Para quitarse la angustia de volar, de estar tan lejos de sus amores, de su familia, de su marido, de sus hijos. Bailar era el ingrediente que le permitía sobrellevar la distancia. Bailar era alegrarse la vida por dos días. Luego, de vuelta al hotel, sólo le quedaba darse una ducha, mirar una película por televisión, hablar por teléfono a larga distancia y descansar … hasta que el avión volviera a volar y la precisaran…

Ludwig pensaba en esa mujer, esa rubia con el pelo platinado y ojos celestes, enfundada en un uniforme azul, con una sonrisa que parecía dibujada y en los ojos un brillo que él había adivinado de complicidad…

(c) Araceli Otamendi - Todos los derechos reservados  

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